Antonio Vélez Sánchez

   Ex-alcalde de Mérida



  Casi toda la gente que he conocido odiaba a las culebras. Nadie de mi entorno demostró jamás el menor aprecio por estos rastreadores. Ni siquiera la oportuna cultura ecologista, con su racionalidad explicativa sobre cadenas biologicas, amortiguó el escalofrio que nos produce contemplarlas, en las horas televisivas, de digestión naturalista, por las praderas de Africa o las islas del Pacifico. Y resulta mas que justificable nuestra aprensión hacia los ofidios, si ya en la escuela concretamos, en aquel libro de “Hemos visto al Señor”, como el lio del Paraiso Terrenal, con Adan y Eva corridos a vergüenzas, era provocado por la serpiente y sus perversas recomendaciones. A saber el interés que podria tener el bicho del “repelús” con el arbol de la ciencia, que costó un Edén a nuestros primeros padres.

      Y que decir de las estampas que las abuelas tenian en sus mesitas de noche,  alumbradas con una “mariposa” ( artilugio a modo de vela, inserta en una arandela de corcho y flotando en una taza de aceite ), en las que se veia a la Virgen, humillando con su calcañar la cabeza de una serpiente con unos colmillos largos y amenazantes que, al parpadear la lamparilla, nos parecian que se ponian en movimiento. Así es que entrar, solos y a oscuras, en las alcobas era un acto de valentia, por lo sobrecogedores efectos fantasmagoricos de aquellas imágenes, reflejadas en la lunas de los armarios y  aumentadas, cinematograficamente en las paredes. Automaticamente nos venia a la mente el famoso y temido dicho callejero de “si te pica un alicante, llama al cura que te cante”, y un estremecimiento nos empujaba a huir de la penumbra.

     En el campo tomabamos todas las precauciones, al andar entre malezas o mover piedras. Te las encontrabas cuando menos las esperabas y, tras el primer sobresalto, te liabas a “peñascazos” con ellas, entre la impiedad y el canguelo. Siempre nos habian dicho que las viboras no eran muy frecuentes, pero a nosotros, por si acaso, todas las culebras nos parecian de cabeza triangular y solo amortiguaba nuestro miedo la creencia de que pudieran ser algo sordas. Ya lo aclaraba el pareado : “Si la vibora oyera y el delabón viera, no habria hombre que al campo saliera”.

     El asunto de los delabones y el campo no encajaba mucho, porque entre los escombros y las “esterqueras” de las cercas te los encontrabas a montones y nunca supimos de desenlaces fatales con ellos. Según contaban, el delabón lamia lentamente a su victima, hasta erosionarle la piel, inoculandole entonces su veneno. Así es que, como su leyenda era terrorifica, cuando los encontrabamos los eliminabamos de inmediato.

     De las culebras se narraban historias estremecedoras, especialmente por su astucia. Los hombres del campo, a los que escuchabamos embelesados, explicaban con todo lujo de detalles que llegaban a hipnotizar a las mujeres, mientras daban el pecho a sus hijos, para mamar ellas. Y que para callar a las criaturas les metian su cola en la boca. Hablaban tambien, hasta encogerte el corazón, de cómo se habian tropezado con ejemplares mas altos que una persona y tan gruesas como un brazo, que les habian plantado cara, levantadas en mitad del camino. Solo de imaginar aquella escena, tan exagerada, nos zurrabamos. A pesar de ello, seguiamos inquiriendo, morbosamente, detalles sobre aquellos encuentros en los que, como denominador comun de pavor añadido, siempre aparecian los supuestos “bigotes” de las bichas.

     Las culebrillas de agua nos imponian menos, por no decir casi nada. Soliamos respetarlas y, a lo mas, las obligabamos a devolver los peces que se habian tragado, estrujandolas, a “contrapelo”, con un palo. Habia quienes, para impresionar, en plan “tarzán”, se las colgaba del cuello, mientras salia del agua, entre el clamor de algunos incautos y el desprecio de la mayoria.

     Los alacranes eran el principal motivo de nuestras estrategias defensivas, cuando ibamos de acmpada a Proserpina, donde abundaban. Contra ellos, el remedio infalible  recomendado era el ajo. Así, la primera operación, tras montar las tiendas, consistia en refregarlas, a conciencia, con ellos. Luego, machacandolos, se marcaba un perimetro de salvaguarda, para poder dormir medio tranquilos. Los relatos sobre picaduras de escorpiones eran proclives a la risa, por las carreras que, según los narradores, se pegaban los afectados. Los remedios eran, principalmente, dos : Untarse con el aceite en el que se habian frito algunos buenos ejemplares o aplicar en la picadura, raspaduras de cuerno de venado.

      Las arañas componian un mundo variado que iba, desde las de jardin, que tomabamos con la mano, por su aspecto simpatico y su cruz en el lomo, hasta las tarantulas, prestas a salir de sus madrigueras, con tapas redondas de seda que levantaban intermitentemente. Si te picaban, la piel se ponia rojiza y poco mas, escozor incluido, aunque evitabamos tentar la suerte. Leiamos cosas sobre  arañas, que les procuraban propaganda de utilidad para el hombre, como aquella de un principe buscado por sus enemigos. Dormido en el interior de una cueva, una araña tejia posteriormente su tela y hacia desistir a sus perseguidores.

      Los ciempiés o escolopendras, con su color marrón-amarillento, se nos antojaban largos carros blindados, listos para atacar con sus mortiferas pinzas. Eran tambien sujetos pasivos de nuestro terror y su fin era inmediato.

    Aquí terminaba nuestro mundo de pavores hacia reptiles e invertebrados, porque a partir de esa raya comenzaba otro mundo de individuos mas simpaticos. Molestos como las hormigas,abejas y avispas. O perseguidos, como lagartos, moscas, ranas o murcielagos. Ellos darian lugar a otras historias. Esta, la de los bichos reptantes y del subsuelo, nos inquieta aun como en nuestras calenturas infantiles, cuando delirabamos, desde lo mas profundo de la acción de una pintura de El Bosco, convencidos de que en esas inmundas criaturas seria en lo ultimo en que deseariamos reencarnarnos. Con el permiso de Kafka.

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