Antonio Vélez Sánchez

Ex-alcalde de Mérida


Nuestra generación que había nacido en la dimensión de una economía raquítica disfrutó de los mayores avances en locomoción individual. De niños veíamos moverse el universo cercano a fuerza de bestias y carros. Los trenes, imponentes y admirados, eran para las distancias largas. En el medio, unas antiguallas de coches, autobuses y camiones traqueteantes, mantenidos por mecánicos habilidosos, sin recambios. Fue cuando España navegaba por la autarquía económica, años después de que, según contaban, la patria rodara a golpe de “gasógenos”.

Siendo niños a lo mas que aspirábamos era a una bicicleta, promesa de libertad sobre ruedas. Por eso cuando veíamos a los mayores pedalear sobre una BH se nos iban los ojos hacia aquel artilugio que anunciaban los periódicos. Aun vivimos en algunas fotos, agarrando los manillares con la mejor compostura. De esa guisa, instalados en la instantánea detenida, y casi sin darnos cuenta, aparecieron las motos.

Antes de los sesenta algunos ejecutivos del Matadero se desplazaban en aquellas “maquinas”, que habían nacido en la posguerra de la mano de industriales del norte. Era el caso de la LUBE que fabricaban en Baracaldo y a la que los emboscados críticos del sistema descifraban como “la ultima birria española”. Debían ser infundios de “rojos”, como reiteraba a viva voz aquel funcionario de sindicatos, cuando tomaba sus copas reglamentarias, para que los parroquianos se enteraran. En mi calle las veíamos circular, conducida por Cortijo, ejecutivo del Matadero, como también aquella “Soriano”, robusta y enana, que transportaba a Martín Carmona, el jefe de la fabrica de envases del complejo industrial de Fernández López. Eran raros ejemplares que concitaban la atención embelesada de los ciudadanos de a pié y, por supuesto, de los muchachos.

Cuando terciaba aquella década se produjo la explosión. Las marcas que engatusaban al personal tenían nombres impactantes, agresivos y sonoros, como Bultaco o Montesa. Habían empezado a ponerse de moda las carreras de aquellas panteras, en los circuitos urbanos, alcanzando ciento y muchos kilómetros por hora, velocidades de vértigo para entonces. La primera a la que asistí como espectador fue en el Parque Maria Luisa de Sevilla. La ganó el mítico Cesar Gracia y era escalofriante el paso fugaz, instantáneo, como rayos, de las rugientes gacelas de metal, tanto que aun lo recuerdo con un escalofrío.

Mérida no podía estar ajena a las novedades de aquella modernidad. Resultaba emocionante no tener que dar a los pedales, y solo apretar el puño del acelerador, para que aquel invento bramara, volara. Así es que la moda se impuso y todo el que podía, y el que no podía también, se compraba una motocicleta. A fin de cuenta no era mas que la puerta de lo que vendría después, sobre cuatro ruedas, justificando planes de desarrollo, tecnocracia, “milagro español”.

Nos congregábamos, cueros negros y cascos multicolores, en el Hipódromo, en la cabecera del “Puente Nuevo”, en la Plaza de España, en El Vivero… Los decanos eran Fernando Nicanor, con su Bultaco “Tralla”, Antonio, “El Céntimo”, que espoleaba una “Metralla” y Siso Lázaro que dejaba su Iso, muy potente aunque mas lenta, en la esquina del Metropolitano, a un paso de su sastrería y a la espera de cualquier descubierta. Santi Bote tenia una MV-Augusta y el mayor de los Morcillo una Montesa. Ni me acuerdo de la marca de la de Juanito Aparicio. Ni tampoco de la de Roy, el fontanero, que se parecía a Johnny Halliday y era un tipo de lujo. Otros amigos se paseaban en Vespas, mas propias de los empleados de Banca y del Comercio de Santa Eulalia y aledaños. Cuentan que la primera Lambretta apareció por Hilaturas, aunque cualquiera sabe, porque todo era muy gremial y contagioso. Tanto que cualquiera que tuviera unos ingresos, mas o menos estables, lucia su montura metálica, niquelados, espejos, cartucheras y carenados incluidos.

Había otras marcas. La mas poderosa era la Ducati, con sus cuatro tiempos y un sonido redondo, señorial. O las Derbis grandes y las voluminosas Sanglas, como la que paseaba con majestuosa lentitud a Moscatel, el de los Seguros. Otros amigos iban en Riejus, Cofersas, Ossas….La cosa consistía en “fardar”. O en llegar a Montijo y Almendralejo, para que los “romanos”, alevines de una sociedad urbana, “vacilaran” y lucieran palmito.

En la “logística” de ventas dominaban los García, con la mítica Bultaco, en la esquina de Sagasta, vuelta a Ramón Mélida, donde hoy luce una tienda de recuerdos para turistas. Allí lucían las azules, rojas, grises, estrepitosas centellas. La mía, una “Mercurio 155”, partió de aquella tienda una emocionante mañana de primavera. La referencia mas significada para reparaciones, puestas a punto, trucajes y equipamientos varios, era el Taller de Perdigón, calle Almendralejo, cerca de la esquina de Arzobispo Mausona y del Cine Deportivo.

Algunas Domingos salíamos, como nube de langostas, en dirección a Proserpina o a Valverde de Mérida. Y es que correr, a mas de ochenta, sobre esas dos carreteras tan bien empedradas, resultaba emocionante, con la suspensión tragándose, literalmente, las irregularidades. Pura adrenalina, dos o tres docenas de motos, en aquellas descubiertas hacia ninguna meta. Era la felicidad de un tiempo sin explicaciones, indolente, pasajero.

Un día se esfumó la magia. Voló, como pólvora, la noticia. Teo Trujillo se había estrellado contra el asfalto, sobre su “Metralla” plateada. Aun se debatió, contra el vuelo sin retorno, hasta romperse, en el viejo Hospital y ante nuestros ojos inundados. Nunca nada fue ya igual, porque justo entonces vimos lo frágil que era la materia con la que estábamos moldeados.



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