Antonio L. Vélez Saavedra

Siex Mérida


Hablaba en anterior artículo de una palabra muy sui géneris de esta ciudad, como sin duda es la palabra sonco, con un significado único en nuestro idioma y que recogió Alonso Zamora Vicente en su tesis sobre el habla de Mérida, ojalá podamos verla pronto en el diccionario de la Real Academia de la Lengua. Otra palabra no tan vetusta pero igual de reconocible para los emeritenses es sin duda la de charquero. Para el que no sea de aquí, un charquero es alguien que ha pasado o pasa largas temporadas en el embalse de Proserpina, lo que debe ir acompañado de cierto nivel de orgullosa pertenencia a la zona.

En otros tiempos los cinco kilómetros que separan la Charca de Mérida le otorgaban cierto aislamiento, pero hoy en día con la aparición de los teléfonos móviles y la mejora de las carreteras y vehículos esa distancia prácticamente ha desaparecido, convirtiéndose en una zona residencial más de Mérida, la prueba es la cantidad de familias que viven allí todo el año. Era diferente hace años, cuando por regla general la estancia en el lago tenía un carácter más vacacional, limitándose a la época de verano, realizando de forma general la mudanza para la temporada que iba desde el fin del colegio y las clases hasta después de la feria.

Ahora la vida se suele hacer más en el interior de los chalets, entonces había menos piscinas y las viviendas no estaban rodeadas de paredes tan altas, lo que le daba un carácter más social a la comunidad, y las pandillas de chavales disfrutábamos de una libertad estupenda, sueltos como estábamos todo el día campando a nuestras anchas con todas las posibilidades que nos ofrecía la zona.

Una de las principales actividades era la de la captura y estudio de todo tipo de animales, de día solíamos ir con la cañita de bambú a pescar, a buscar ranas, o con las bicis a donde terminaban los chalets para ver algún lagarto, y ya de noche localizar grillos y luciérnagas, ver cazar a las salamanquesas, o buscar a los tímidos erizos por los arriates. Todo ello como complemento a la exploración de la extensa geografía del embalse, presidida siempre por la gran muralla romana, a la que acompañaban un sinfín de lugares con referencias a animales, lo que resaltaba en los niños la imagen salvaje y de aventura del entorno: la roca del tigre, la punta del águila, o la cueva del zorro, lugares de misterios y relatos para el imaginario de tantas generaciones de emeritenses.

Pero las principales historias siempre han estado alrededor del agua del lago, con sus conocidas propiedades medicinales, en la que los arañazos y pequeñas heridas tan frecuentes, sanaban con velocidad milagrosa. A la hora del baño, importante conocer la situación de las rocas sumergidas para ir hasta ellas a hacer pie, y de ahí a subir al depósito para tirarnos. Adentrarse o atravesar hasta la otra orilla ya era cuestión mayor, reservada para nadadores experimentados como eran mis tíos y sus amigos del club de natación, que parecían no conocer las historias que se contaban acerca de los lucios de afilados dientes que por lo hondo esperaban, para los niños algo así como el tiburón de Proserpina, ya que salíamos del agua a toda pastilla al grito de ‘¡Que viene el lucio!’. También era cuestión seria tirarse desde la muralla, lo normal era lanzarse de pie y saltar bien separados de la pared, siempre con el temor de chocar con algo oculto tras las oscuras aguas, de ahí la expectación que levantaban los pocos osados que lo hacían de cabeza desde lo alto de ‘La Pilastra’ e incluso haciendo la carpa. A día de hoy no conozco emeritense que no afirme haberse tirado de la pilastra y cruzado varias veces la charca nadando, algunos hasta para ir a por tabaco al chiringuito.

Y este artículo se quedaría cojo sin hablar de las personas que marcaron el camino a los míos hasta allí, como mi abuelo, que se llevó la receta secreta de su gazpacho, pero que nos dejó sus infinitas historias en las inflamadas noches veraniegas, o mi abuela, que sabía y aun sabe todo tipos de remedios naturales, como dejarse picar de vez en cuando por una abeja por sus beneficios para la salud, a las pruebas de su longevidad me remito. También mi recuerdo para los vecinos, como el visionario Lolino, que construyó en Proserpina la primera ciudad deportiva de Mérida, con sus pistas de frontón y tenis, las pistas de futbol y la majestuosa piscina, también las verbenas, las berenjenas y los tintos de verano con caña en el Mimi, son muchos los recuerdos para el poco espacio de este artículo, sobre el lugar donde pasé los veranos de mi infancia y adolescencia, en el embalse de Proserpina, la playa de Mérida, la patria de los charqueros.

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