Antonio Vélez Sánchez     


 

  Hoy el automóvil ha universalizado la posibilidad de desplazarse sin el menor esquema de previsión. Basta subir al vehículo y buscar el destino. Sin embargo, no hace muchos años, un viaje entrañaba muchas circunstancias sujetas a horarios estrictos y escasez de medios. Era una aventura que exigía amarrar muchos flecos.

     Mérida, cabecera de un partido extenso, lucia un comercio poderoso y era referente de servicios a escala comarcal. Aquí venían los habitantes de los pueblos vecinos para vestirse, calzarse, ir al medico, resolver litigios, formalizar escrituras, registrar adquisiciones, comprar útiles de labranza, muebles, electrodomésticos y otras variadas cuestiones.  

     El flujo de esa vida se concentraba en la calle del Puente, Plaza de España, El Rastro, Santa Eulalia, Plaza de Abastos, Rambla del Arrabal y  trayecto a la Estación. Los bares de la zona tenían parte de su clientela en esos visitantes ocasionales que llegaban en tren o en destartalados autobuses de línea a los que familiarmente llamábamos “tallesas”, deformación de La Estellesa, la mítica rutera navarra.  

     Una empresa de viajeros que llegaba a Mérida, desde “la parte de Cáceres”, referida en otro relato, era la de “Caballero Quevedo”. Paraba en el corralón de Paulino Doncel, bajando a la Estación, donde se hacían baldosas hidráulicas de colores. Al entrar allí, camino de la gran explanada interior, veíamos a los operarios afanados en pulir, a fuerza de agua y estropajos, aquellas losas que lucían en los pasillos y habitaciones de nuestras casas. Los autobuses traían los equipajes  –  “los bultos”  –  en el techo. Si el tiempo era lluvioso se cubrían con lonas impermeables. Aquellos vehículos se arrancaban con manivela y el asunto tenia su arte cuando, embelesados los niños, mirábamos dar la vuelta maestra hasta que rugía el motor de gasolina.

     Mas adelante, andando los sesenta, los viajeros llegaban en unas furgonetas, de motores tricilindricos,  dos tiempos y ruido característico, con cabida de nueve plazas, marca D. K. W..  Se tiraban todo el día dando viajes y estacionaban por la parte baja de la Rambla, cerca de algunos kioscos de chucherías y tebeos que aprovechaban el lance. .

    Nuestra Estación ferroviaria marcaba la vida de la Ciudad y centralizaba gran parte de su actividad. Había sido la gran impulsora del estirón urbanístico desde la segunda mitad del siglo diecinueve. El tren era para los emeritenses su genuino medio de transporte, todo su orgullo de sociedad predestinada. No había nada que pudiera competir con aquellos ruidosos y articulados reptiles de vapor, hierro y madera. En ellos íbamos de pesca o a disfrutar el Domingo de Resurrección, por los parajes en los que el padre Guadiana  recogía al Aljucén.  Nos llevaban a Sevilla, a estudiar, y a sus lomos  partimos para rendir el obligado tributo patriótico de la milicia. Y llenos de euforia, apretujados en ellos, aterrizábamos en ruidosa invasión, como hinchas del  Emeritense, en las futbolísticas palestras pacenses, “mangurrinas”, placentinas o “calabazonas”. Eran los populares vagones de tercera, con sus plataformas exteriores, los que cobijaban  todas nuestras partidas.

   Las mercancías llegaban en tren y los muelles de la Estación de Mérida eran un hervidero. La modalidad para los grandes volúmenes se denominaba “Pequeña velocidad” . Eran habituales las perdidas y desperfectos en los que este narrador desarrolló experiencia en reclamaciones, por el negocio familiar de muebles. Llevar o retirar mercancías, como alimentos, abonos, cereales, bebidas y toda clase de pertrechos, era cosa de transportistas especializados. Nombres como los Castelló, hermanos Manzanero, los “Curines” o los Nuñez  fueron míticos en el manejo de unos carros, con potentes tiros de mulas, que llegaban a cargar hasta tres mil kilos, rechinando los cascos y las ruedas sobre el empedrado, cuando remontaban las cuestas.   Y enseguida las camionetas de los Cid, Morales, los mismos Nuñez, y Guerola cuando empezaron las grandes rutas. Y los López  que llevaban a sus amigos a “La Charca”, los Domingos tarde.  Los Pegasos del Matadero y la Corchera, rugiendo por los rugosos asfaltos de las geografías lejanas o de la proximidad rural. O los de gran tonelaje, como el M.A.N o Leyland de Martín Morales – dudo la marca –  a  cuyo garaje, junto a las “Siete Sillas”, íbamos a ver como aquel republicano, padre de uno de nuestros amigos, revisaba los mecanismos del poderoso dragón mecánico de color rojo, con sus dos varillas del morro, terminadas en una bola.

    Viajeros y mercancías, carros abasteciendo la pequeña ciudad provinciana, desde los labrantíos aledaños, recuas de burrillos acarreando arena, camionetas cargadas de ladrillos para las obras, Barreiros atiborrados de corcho, balas de algodón o sacos de trigo para el Silo. Vagones atestados de ruidoso ganado. Toda una cultura del transporte que solo perdura en nuestro recuerdo. Tiempos en los que la economía se basaba en el repaso, en no tirar nada, en aprovechar los útiles hasta su agotamiento, eso que ahora llamamos reciclaje. Como se reutilizaron aquellos duros camiones rusos, reliquias de una confrontación fratricida, los ZIS “3HC”, a los que el pueblo, por lo “bajini”,  rebautizó como “Tres Hermanos Comunistas”. Cierro los ojos y veo con nitidez uno de aquellos ejemplares, cargado de arena, su largo morro chato y los perfiles rectangulares de la cabina. Sabíamos que suscitaban la admiración de quienes alimentaron un sueño revolucionario. Los mismos que, desde los tajos de la explotación y la estrechez, empezaban a resignarse ya con el triste sino de una derrota.

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