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Antonio Vélez Sánchez

Ex-alcalde de Mérida


      Nos contaban nuestros mayores, con suficiencia, como si hubiera ocurrido la tarde anterior, que Mérida había sido fundada para que las Legiones V, Alaude, y X, Gemina, jubilaran a una parte de sus efectivos, asentándolos aquí como agricultores. Nos  llenaba de orgullo aquella decisión imperial con la que Emérita  había entrado en la Historia, o que el nombre de la Ciudad ondeara en el pendón de un regimiento, junto al mar gallego de El Ferrol.  Eran las referencias de una grandeza periclitada que aun hacia resonar, para la autoestima local, los ecos de un singular choque decisorio en la historia del  solar de la “piel de toro” : La Batalla de la Albuhera de Carija, aguas abajo de Proserpina, que aseguraba el trono de Isabel y la unidad de España. ¡¡ Casi nada para nuestro ego ¡¡. Y no es que pretenda este narrador ser un trasnochado patriotero, sino mas bien recordar que los hechos que marcan la historia son los que fueron, y que alguno, como el relatado, sucedió aquí. 

    


Estábamos imbuidos de un significado “ardor guerrero”, como titulara Muñoz Molina sus memorias de soldado. Se derivaba del triunfalismo oficial, a pesar de la  trinchera de veinte años que nos separaba de la guerra, y de los desfiles cíclicos que nuestras calles acogían. También porque el ambiente de las Escuelas era propicio a ensalzar aquellos valores y los concretaba en unos himnos marciales que  aprendimos por exigencias del guion. Además, a los niños de entonces, tan manejados ideológicamente, todo aquel ritual nos encantaba. Y como, según el doctrinario falangista, la reciedumbre hispana consistía en ser mitad monjes, mitad soldados, la razón de todo aquello queda explicada. Amen.    

     Claro que otra cosa era la “mili”. El terror de que te tocara África  tensaba el ánimo de las madres de España. El asunto del servicio militar tenia su ritual y sus tensiones, con los bombos del sorteo, las letras del apellido y el destino de la suerte, buena o mala. Ya cantaba el folklore popular, como algunos, con su dinero, endosaban el fusil a los pobres. Ocurría por los años del ocaso del imperio colonial y los albores del siglo veinte: “Si te toca te joes, que te tienes que ir, que tu madre no tiene para librarte a ti”. 

    La ventaja de Mérida, desde mucho antes de que nosotros nos moceáramos, es que tenía su Regimiento, el famoso Doce de Artillería, que luego derivó en otras nomenclaturas operativas y orgánicas. El caso es que nuestra guarnición aliviaba el animo de quienes tenían que “servir”, al poder hacerlo como voluntarios, mas tiempo, eso si, pero gozando del cocido casero y de las rutinas confortables de madres y novias, libres de la psicosis de las tierras moras.

  Aquel cuartel polarizaba mucho la vida de los emeritenses y la logística de aprovisionamiento incidía favorablemente en el comercio local. Eran muchas bocas las que comían el “rancho” y numerosas las familias de profesionales imbricadas en la economía y en el pulso social de la Ciudad. Bajo cuerda todavía se hablaba de la incivil guerra y mi padre, un hombre de izquierdas, se lamentaba a veces del error antimilitarista de la famosa Ley Azaña y lo que perjudicó a la Republica. De todas formas ya había llovido mucho y a nosotros solo se nos significaban aquellos robustos edificios por la brillantez de las Fiestas de Santa Bárbara.  Montaban un ruedo, con palos y vehículos de campaña, y hasta lo más alto de aquellos artilugios nos encaramábamos para ver las habilidades de los toreros-soldados, como en “La Vaquilla” de Berlanga.

      Por aquellas solemnes arquitecturas se engarzaban familiarmente nuestros amigos, de la Escuela, luego del Instituto, y siempre de la vida, que nos abrían las puertas de sus casas militares, los “pabellones”. ¿Pesa algo más que el cariño y la amistad, en los comportamientos de los niños? Así es que, junto a ellos pateábamos, con toda normalidad, aquellos espacios. Como zascandileábamos por el otro cuartel, con los hijos de los guardias civiles, iguales de amigos. Esa era la Mérida, cercana y domestica de nuestra infancia, al margen de cualquier tragedia más o menos lejana que circulaba, sin duda, por las mentes de los adultos.

    Recuerdo, con nitidez, las veces que iba con mi tía Carmen, a llevar la fiambrera a mi tío “Leopoldin”, cuando le tocaba guardia. Recreo las imágenes de aquellas garitas, con sus soldados, flanqueando la puerta del cuartel. Y las de cuando le veíamos sobre un caballo, en la Cabalgata de los Reyes Magos. Que ilusión nos hacia mirarlo, embelesados, como jinete del mágico acontecimiento. Tanta como cuando llevaba aquel oscuro pan de centeno que tanto festejábamos. 

     Las cosas de la “mili” eran como eran, mas o menos, en todas partes. Ese tiempo de la vida fue, para muchos, la ausencia mas prolongada con sus raíces, con sus pueblos.  Nuestras “milis”, con el cuartel tan a mano, no fueron tan excesivas, porque ser “pernocta” en el extinto Hernán Cortés, pudiendo dormir en nuestras casas, nos restaba recorrido por aquellas naves de literas y ausencias. 

     Para nosotros, niños emeritenses, nos quedan los recuerdos de cuando corríamos junto a las tropas, en los desfiles oficiales. Y cuando nos contaban como explotó el polvorín, una tarde calurosa de verano. O viendo gallardear a la Escuadra de Batidores, cuando giraba en la Puerta de la Villa. Para la historia viven en las fotos, de esa marcial guisa, Chico León, Pepe Sánchez Hueso, Fernando Sánchez Sampedro. Y tantos otros, gitanos y payos, emeritenses, amigos. Y Angelito “el Chino” que encabeza la instantánea para este articulo, guiando el regreso al Calvario, un Viernes Santo.

     La vida cotidiana, en las ciudades chicas, nos entrelaza inevitablemente. Pervive así el afecto hacia quienes, durante tantos años, compartieron el pulso de una Ciudad, en la que determinaron envejecer. Los saludamos por las calles y, a pesar del tiempo transcurrido, los imaginamos aun dentro de sus uniformes. Nos traen los momentos felices de aquellos años en los que la vida nos parecía tan inagotable, tan larga, tan llena de futuro



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