Antonio Vélez Sánchez

Ex-alcalde de Mérida


ESTAMPAS EMERITENSES


Mucho tiempo atrás, antes de que el “Puente Nuevo” entrara en servicio, Mérida era mas bien una fortaleza que se cerraba contra el cauce fluvial, perezoso e intermitente, del viejo”Anas”. Es fácil de entender la cuestión, porque la salida natural y más asequible, era la de Madrid por la Cuesta de los Silos y El Vivero. La otra, la que llevaba a Badajoz y Sevilla, apenas era transitada por los emeritenses que hacían en tren el viaje a la capital provincial, cruzando el Albarregas, por las Abadías, o salvando el gran río, por el Puente de Hierro, para llegar a la andaluza. Así es que patear, lo que se dice patear, las tierras de sembradura de las costanas que subían al “Tiro de Pichón”, como se nombraban los altozanos de la actual Consejería de Agricultura, que allí se practicó ese deporte mucho antes que en Proserpina, no era itinerario habitual salvo cuando llegaba San José de Calamonte y el jolgorio nos llevaba a una querida vecindad, tan noblemente aguerrida: “Calamonte esta en un monte, Mérida en un corral…….”.

Puede decirse que atravesar el Puente Romano, sobre el que basculaba todo el tráfico rodado de carros, animales de carga o camiones de pescados del gran mar del sur, era mas bien cosa de tardes de Domingos, cuando las parentelas iban en peregrinación al Merendero de Donoso, en busca de los caracoles, las ranas o las carnes con tomate. Aun luce el edificio original, que hoy es “El Torero”, en las viejas fotos de las riadas de leyenda, cuando al “Barrio Bizcocho” había que realojarlo, hasta que amainaban las aguas, en la Plaza de Toros. Todo un espectáculo.

Así es que dicho está que no fue la margen izquierda, objetivo habitual de nuestras correrías infantiles, salvo cuando llegaban las Ferias y nos encajábamos en El Rodeo, con su chalaneo, los animales como abnegados protagonistas y unas tiendas de lona, en las que el paisanaje cerraba los tratos con unas copas, en vasos lavados con aguas de dudosa seguridad. Aventurarnos mas lejos, dicho en honor de la verdad, por aquellos pagos cerealistas, apenas entró en nuestra agenda. Y es por eso, precisamente, que Nueva Ciudad es como una California que se pobló por oleadas de parejas jóvenes con expectativas de futuro. Espacio virgen, al menos en los últimos siglos, aquella Mérida, a la izquierda del viejo cauce, tiene ese aura singular de las tierras colonizadas de América, aquellas donde surgieron ciudades de leyenda.

Puede parecer una presunción pero a mi se me antoja ese nuevo distrito, de la margen fluvial izquierda, como un mundo nuevo, una inmensa nave que navega respetando la gran Historia de una Ciudad para complementarla y enriquecerla. En la memoria colectiva quedan los afanes, el esfuerzo colectivo, las exigencias, las necesarias luchas por alcanzar mejores puertos, en los que amarrar el futuro de las hornadas generacionales que allí han hecho su patria “chiquinina”, su barriada, ese arranque del espíritu de pertenencia. Ahora es verdad que los ritmos, los ánimos, no son los que fueron. Pero retornaran, como las golondrinas, las grandes esperanzas, esas que reforzarán nuestra nueva andadura. Es cuestión de rumbos, de revisión de los errores, de aplicar la medicina que responda al proyecto de la inmensa mayoría, esa que cantara el poeta.

Si un colectivo puede presumir de haber escrito, en gran medida, su propia Historia, ese es Nueva Ciudad. Doy fe de ello porque en toda medida estuvimos juntos, con las tensiones democráticas que obligaba el rol de cada uno. Hoy aquellos campos están repletos de promesas humanas. Y de nuevas siembras de eso que llamamos servicios, modernidad, progreso, con los matices y aristas que obligue ese discurso.

Nadie, a la postre, podría dudar que Mérida dispone de una gran reserva social con la que tensar el día a día. Lo avala el respeto que suscita un trayecto, corto en el tiempo y denso en los recuentos. Mi lectura final, síntesis de ese recorrido, no puede evadir lo esquemático de dos fotos superpuestas. Una con los campos de cereal, tan cerca y tan lejos de una Ciudad aprisionada en el estrecho laberinto de una historia rota. Y otra, forjada desde el sueño inacabado de una ciudad nueva, reflejada orgullosa en el espejo de su río, domado por un puente travestido en dinosaurio.

Las Ciudades se construyen con sus particulares Historias, en procesos largos que, a veces, ni siquiera buscan cerrar sus caminos sino, más bien, ensayar, atisbar, inventar otros nuevos. Es la pasión de los seres vivos. Las Ciudades, a pesar de su vocación expansionista – incluida esa tendencia a lo colosal – lo son, sin la menor concesión a la duda. Y en Mérida, su bimilenaria Historia lo pregona. Desde la grandeza a la ruina…Y desde su empeñado de renacer. Aquí está la Urbe, con nosotros dentro, marcando un nuevo futuro. Con el Rio, partiéndola, amorosamente, a todo lo largo, pero meciéndola de vida y llenándola de promesas.



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