Antonio Vélez Sánchez

Ex alcalde de Mérida


Sobre el Festival de Teatro de Mérida se podrían escribir mil páginas de lo intrascendente y otras tantas de cosas serias, a pesar de que ambos enfoques terminarían, inevitablemente, entrelazados. Y es que la gloria de la farsa, en su mas antiguo marco de granitos y mármoles, no solo se apoyó, sobre el mágico espacio que desenterrara Mélida, en las genialidades de la Xirgu, Rodero, Nuria Espert y José Luis Gómez, o en la chispa oportuna de Tamayo, sino también en los emeritenses, dando cuenta de sus bocadillos, o hurgando en las fiambreras, por lo alto de las cáveas, mientras el celoso Otelo estrangulaba a Desdemona.

Es difícil que la tortilla pase con normalidad el gaznate si en Tyestes los comensales, con engaños sabidos por los espectadores, engullen a sus propios hijos. Trago de vino con limón y asunto arreglado. Tantos pasajes, tantos recuerdos, sobre el acontecimiento mas novedoso y esperado en aquella Mérida estrecha, segmentada y sesteante, tan provinciana.

Lo que se repetía cada verano era demasiado para una sociedad tan radiofónica y manipulada, en la que el “artisteo” era el vértice propagandístico de la prensa oficial. La pueblerina ciudad se transformaba, como por encanto, al compás del desembarco de tan notable tropa. Mis amigas de las calles General Aranda y Pontezuelas se asomaban, con los rulos puestos, a la bocana del Teatro, justo donde hoy está la puerta del gran Museo de Moneo y antes se enclavaba la carbonería de Manolo Valero y, al lado, la chatarrería con la que nosotros trapicheábamos todas las rebuscas imaginables. Aquel altozano esquinero se convertía en una pasarela de famosos del cine y la incipiente televisión y hasta allí iba el pueblo al “novelereo”, sacándole trajes a las divas: ¡¡ Pues Asunción Balaguer es más bajita al natural que en la pantalla y vale mucho menos que Paco Rabal, donde va a parar!! Era lo normal, en la condición femenina, eso de significar las carencias en las actrices, como ensalzar a los actores : ¡¡ La planta que tiene Ismael Merlo!!. También se media la ambigüedad, más permitida entre el mundo de la farándula: ¡¡ Hay que ver lo que se le notan las “plumas” a Pepe Rubio!!

El ritmo de la pequeña urbe y la estrechez de sus distancias hacia que las estrellas fueran a pié hasta el sagrado recinto, como cualquier “pecholata”. Las primeras figuras hacían triunfalmente su recorrido, entre un pueblo extasiado, desde el Parador o el Emperatriz. El resto, más anónimo, se alojaba en el Romano, Comercio, Calderón y en la lista de fondas y pensiones que una población, con tanta circulación de agentes comerciales, “haciendo la plaza”, lucia con orgullo. Muchas casas particulares daban cobijo a la legión de meritorios y cómicos de tercera fila que luego serian famosos. La ciudad aportaba lo que podía a una logística teatral que discurría entre carros de paja para los “doblados” de los alrededores de las “Siete Sillas”, zona tradicional de labradores. A fin de cuentas la población, que dormía sobre los brazos de la que fuera Capital lusitana, llenaba sus plazas más céntricas de melones, sandias y botijos de barro, como respuesta agraria a sus calurosos veranos.

Hasta el Guadiana, Playa de Educación y Descanso, llegaban los artistas y acompañantes, los que intentaban ligar o los “moscones” que iban a darle al ojo. También los del Ayuntamiento, ejerciendo de anfitriones y procurando el temple justo de buen tono, dentro de un margen por si caía algo, o prestos al quite de algún conato de sanción gubernativa. Los comercios de Santa Eulalia estaban al loro, porque un quehacer mañanero de la pinturera “troupe” consistía en comprar ropa, regalos y embutidos, que Mérida tenia un sector bien surtido de genero, bien atendido, además, por dependientes que eran significados “pecholatas” y se entregaban, nocturnamente, a la captación de clientes por camerinos y vestuarios. Los restaurantes clásicos, para completar los periplos, hacían buenas cajas al tiempo de servir como amplificadores, formula “boca a boca”, de lo que se desarrollaba en escena. Todo ello entre el tapeo variado, los apretados y artesanales vinos de “pitarra” y las gustosas raciones de ranas, magro con tomate, delicias ibéricas y casquería, especialmente los callos que eran las vísceras más batalleras y apreciadas.

A pesar de ser Mérida una Ciudad muy rural, no vayan a creer los lectores que el personal nativo se arrugaba ante la presencia callejera de los cómicos. Mas bien todo lo contrario, porque la gente de a pié mantenía el tipo y los del comercio se deshacían en el trato con sus gallinas de los huevos de oro. Podría asegurar este narrador que Mérida acogía a sus pupilos con naturalidad, cortesía y mucho afecto. Se notaba que este embudo había sido ruta de paso, antes de guerras, ahora de turismo, y era proclive a las buenas relaciones con los visitantes.

Fue un tiempo de sorpresas. Como la que tensó, en una sociedad tan recatada, el incesto de Edipo-Rabal. Volaron el morbo y los detalles de cama. Demasiado para un universo tan simple, aunque quienes de verdad se adueñaron de nosotros fueron los asombros, descubriéndonos, casi sin darnos cuenta, los parlamentos grandiosos, los momentos solemnes, los pasajes trágicos de una añeja historia. Nos colmatamos de Senado, luchas palaciegas, o del sangriento final de Julio Cesar, el héroe de Roma. Nos creímos tan importantes entre aquellas piedras exclusivas que llegamos a sentirnos sus albaceas, hasta el punto de recrear las gestas y grandilocuencias escénicas en nuestros juegos callejeros. Lo sorprendente es que la vida nos condujo, luego, por sus caminos mas prosaicos. A pesar de tener al alcance de la rutina un marco teatral tan universal y, al mismo tiempo, tan nuestro.



 

 


 



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