Antonio Vélez Sánchez

Ex-Alcalde de Mérida


Pepe Tamayo quería al Teatro Romano de Mérida. Era su Teatro, su gran finca de verano, no junto a una playa sino en el tórrido epicentro granítico, la madre de todos los calores. En cierto modo resultaba lógica esa fijación para quien hacia del Teatro el eje de su vida, con todo lo que la escena de Mérida “pesaba” por aquellos entonces. Claro que, en la misma medida, deberíamos reconocer que esa pasión había contribuido a exportar la imagen de Mérida, a lomos de los “Festivales de España”, al acuñarse aquella nomenclatura, entre cursi y pretenciosa, del “marco incomparable”. Algo tuvo que ver José Maria Pemán, falangista monárquico y poeta oficial del régimen, que ostentaba la exclusiva en la adaptación de los textos de los grandes clásicos griegos. También era normal su protagonismo, puesto que el sistema había perdido, por distintas causas, a Dionisio Ridruejo y a Sánchez Mazas. El era el único, con fuelle incontestable, de la primera época, aunque la intelectualidad se iba aproximando, mas o menos de “tapadillo”, a la causa democrática, Ruiz-Jiménez de por medio. Pemán tuvo en Mérida uno de sus puertos mas seguros, aunque por las fechas de este relato el gaditano estaba ya culturalmente amortizado y a punto de ser solo historia.

Todo el mundo del entorno de Tamayo sabia que su gran ilusión era montar, bajo las columnas de Mérida, el “Marco Antonio y Cleopatra” de William Shakespeare. Era obsesivo con esa idea, porque en el trasunto argumental se encontraban todos los espejos en los que reflejar la condición humana: El poder, la guerra, el amor, las intrigas, la traición. Y, por supuesto, un final, apoteósico, trágico, que le venia como un guante a la inmensa ruina reactivada. En resumen, la mejor combinación posible para triunfar en un escenario inmortal, ante un público ávido por consumir grandes epopeyas y de venerar a personajes de leyenda, siempre queridos, siempre idealizados por el pueblo, como la reina egipcia y el general romano. Así que la ocasión tenia que llegar. Y llegó, en mil novecientos ochenta, con una versión de Enrique Llovet.

Pero – ¡¡ lo que son las cosas ¡¡ – toda la esperanza puesta en este proyecto y al final resultó uno de los fracasos mas sonados del granadino. Y es que poner a un actor como José Luis Pellicena en el papel de Marco Antonio no cuadraba. ¿Por qué? Pues porque todo el mundo sabía que Marco Antonio era un tipo vital, arrollador, poderoso. Y Pellicena, un gran actor sin duda, era frágil, espiritual, intimista.
¿Como iba a ser creíble el personaje escénico ?. Tan imposible como que el público lo apercibió de inmediato y la farsa se desmoronó a ojos vistas. Pero es que, además, el papel de Octavio Augusto – la historia, las esculturas, nos lo ofrecen mas bien “endeble”, aunque como estadista fuera un “león” – lo interpretaba nada menos que Manuel Gallardo, un hombre recio, fuerte y con una voz atronadora. Vamos, que Tamayo cambió a los actores en su identificación con los personajes históricos. Lo hizo justo al revés y el resultado, no podía ser de otra manera, fue un desastre.

No quedó ahí cuestión, sino que la traca de los despropósitos se redondeó con Cleopatra, interpretada por la cantante Massiel. Tamayo creyó jugar fuerte con la famosísima y singular intérprete del Eurovisivo La-La-La, pero el respetable no perdonó su afectación como Reina del Nilo y la descalificó notoriamente. Cosas del Teatro y de esa secreta inquina que, a veces, tiene el pueblo hacia los triunfadores. El asunto, al final de todo, es que aquella Cleopatra, aquel Augusto y aquel Marco Antonio no tuvieron una mínima gloria, a pesar de todo el despliegue escénico que se montó. Ni siquiera se cubrió el expediente y Tamayo, consciente de ello, arrastró sus penas y la critica, periodísticamente adversa, por la calurosa noche emeritense.

A nosotros también nos quedó una sensación de fracaso, porque deseábamos fervientemente que aquello se convirtiera en un segundo Julio Cesar, para los anales del inmortal recinto. Pero no pudo ser, a pesar de que el publico acudió fiel a la piedra, con sus bocadillos y bebidas incorporados, mas que nada por el morbo de ver a Massiel que arrastraba la vitola de haber salvado el orgullo hispano, venciendo a los ingleses, Cliff Richards y su “Congratulations” de por medio, como cuando el gol de Zarra, esta vez con una pegadiza melodía. Aunque de esto ya habían pasado doce años y caminábamos por unas tiernas y voluntariosas sendas democráticas.

De cualquier forma, y para apostillar aquellos hechos, significo a los lectores que muchos amigos de entonces mantienen, todavía, la teoría de que aquello falló debido a que Tamayo no llenó el Teatro de “Pecholatas”. Y quizás tengan razón aunque lo que les pasa realmente es que les cosquillea la nostalgia, cosa que en Mérida tampoco es de extrañar.



About Mérida Digital

Toda la información relacionada con Mérida y su Comarca

View all posts by Mérida Digital

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.