Antonio Vélez Sánchez

Ex alcalde de Mérida


Debieron ser mis doce años vividos en Andalucía los que influyeron en conformar un carácter proclive a los ritmos emocionales. El caso es que cuando, por afortunado azar, tuve la suerte de acceder, en Nerja, a determinados grupos intelectuales, les escuché hablar con devoción del flamenco y sus connotaciones sociales, históricas, estilísticas o plásticas. Como referencia culta magnificaban el Concurso de “Cante Jondo” celebrado en la Alhambra de Granada, las noches del trece y catorce de Junio de mil novecientos veintidós. Detrás de aquella iniciativa, que pretendía “el reconocimiento del flamenco como música única en Europa”, estuvieron nada menos que Federico García Lorca y Manuel de Falla y a su convocatoria acudieron, entre otros, Zuloaga, Rusiñol, Andrés Segovia y Ramón Gómez de la Serna. En aquel certamen, dotado con ocho mil quinientas pesetas en premios, una fortuna para la época, se reveló como triunfador, con mil pesetas por su laurel, un niño de trece años que se convertiría en mito : Manolo Caracol.

Muchísimo tiempo después, siendo este narrador primer edil de Mérida, me asaltó, entre los pilares de aquellos recuerdos, la obsesión de que el “marco incomparable” recogiera el relevo de una añeja memoria y se convirtiera en la catedral del flamenco, proyectando al mundo una expresión creativa que ya estaba aposentada en la Universidad. Se espoleó ese propósito cuando, años antes, Enrique Morente descorrió las cortinas del duende, con aquel Edipo Rey que nos regaló José Luis Gómez. ¿ Acaso no lucia el recinto galas sobradas, en mármoles y milenios – Unamuno, Xirgu, Tamayo, Nuria, Monserrat y Carreras, incluidos –, para que los flamencólogos encontraran aquí su arca anhelada ?.

Fue la noche del doce de Agosto del ochenta y ocho cuando los focos del Teatro Romano registraron, entre palmas acompasadas, los quejíos de las quebradas voces, el plañir de las guitarras y el tableteo estruendoso de los tacones. Previamente una “embajada” municipal fue a Sevilla, para concretar los pormenores del asunto con Jesús Antonio Pulpón. El omnipotente agente era una autentica institución y sin el muchos artistas ni habrían salido de su barrio. La negociación tenia un imperativo : “Camarón de la Isla” seria la oferta central del cartel. Y se lo trajeron con un contrato de setecientas cincuenta mil pesetas. Le acompañaron el pedagogo Calixto Sánchez, Fosforito, Juan Cantero, El Niño de Badajoz, Cándido de Quintana, José de la Tomasa y El Niño de la Ribera. Guitarristas fueron Tomatito, José Luis Postigo y Miguel Vargas. Remató, el cuadro de baile de Pepa Montes. Todo se enmarcó como homenaje póstumo a Enrique, “El Cojo”, el genial cacereño, reinstalado en Sevilla, maestro de los mas grandes bailaores y bailaoras.

Javier Fernandez de Molina, amigo del alma de José Monge Cruz, “Camarón”, fue a por el a San Fernando. Resultó vital la decisión altruista del pintor, porque sin ella, tal vez, el artista hubiera desistido de venir, dada su delicada salud. Javier hizo el milagro de traerlo y ser su lazarillo, insuflándole animo bastante para que actuara. Por la tarde, en los ensayos, fui a rendirle testimonio de afecto en nombre de la Ciudad. Estaba en los camerinos del Peristilo : – Hola José, bienvenido a Mérida, ¿que tal el viaje, como te encuentras ?. – Parece que ya estoy mejorcito, “arcarde”. Le insistí, impresionado por la humildad de su cercana grandeza : – ¿Como estás de animo para esta noche ?, porque esto va a reventar de publico. – Ojú, esto es mu grande y yo soy una pulga debajo de esto tan exagerao, madre mía, ¿como voy a cantar yo aquí?. – Pues aquí vas a cantar, José, y vas a triunfar, ya lo verás. – Yo estoy mu asustao, arcarde, concluyo sentenciando.

Aquello fue apoteósico. Nunca nadie trajo mas publico que Camarón, en la historia moderna del pétreo hemiciclo. Hubo que hacer filigranas para aposentar la avalancha, con el papel agotado. Con el alma en la boca, rozando el “brillo de facas”, apiñamos los “excedentes” en la cávea summa, tantos que daba miedo mirar para arriba. ¡¡ Madre mía, que angustia¡¡. La suerte fue que al actuar Camaron, mediada la velada, “la gente de bronce” ya no necesitaba mas, le bastaba paladear el aura de su ídolo y a buscarlo se fue a las cercanías de los camerinos. Nos quedamos en las gradas poco mas de mil quinientos espectadores.

El año siguiente no vino “Camarón”. Estaba en Londres, grabando en los míticos estudios de Abbey Road, donde impresionaron los Beattles sus discos. Y lo hacia nada menos que con el respaldo instrumental de la Sinfónica de Londres. ¡¡ Cincuenta profesores respaldando a un gitano genial ¡¡. Así es que no actuó en Mérida. Fueron otros quienes trajeron el duende tras un increíble cartel, plagado de gordos y gordas, de Fernando Botero, por la gracia generosa de Diego Bardón, amigo del artista colombiano.

El noventa tampoco remató el elenco, instalado en la ola de su éxito y en la pendiente triste de su agotamiento. Volvió en el noventa y uno, junto a Calixto Sánchez y Ramón Rivero. Tocaron Tomatito y Manolo Franco. Fue uno de los mejores actuaciones en directo que se le recuerdan. Pulpón había marcado el nuevo “cache” del gaditano en tres millones de pesetas, mas IVA, pero se ingresaron cerca de seis millones. Volaba ya Camarón como un valor que se truncaba sin remedio, entrando en la leyenda mientras se moría. Este fue, sin duda, su ultimo gran recital. El noventa y dos, ese año de efemérides, se fue para siempre.

Esta es la historia de un hermoso sueño que aparenta lejanía y sin embargo se me antoja acaecido ayer, de casi tocarlo con la mano, cercano. Tanto que siempre que piso el graderío del soberbio recinto me habla al oído, bajito : – “Parece que estoy mejorcito, “arcarde” ….. Y con nitidez lo veo en la escena, donde todavía vive, cantando, bajo las columnas……

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