Antonio Vélez Sánchez

Ex-alcalde de Mérida


Era normal que Carpanta mantuviera la atención de unos lectores consumiendo, con avidez semanal, sus desventuras. El guión se ceñía a que el pobre personaje nunca comía. A pesar de intentarlo, obsesivamente, siempre se quedaba en puertas de conseguirlo. Así, una y otra vez, sufríamos sus privaciones y embargaba nuestro animo seguir sus peripecias para lograr un bocado.

Tan popular se hizo este triste individuo de ficción que terminó encarnando la referencia a la gazuza crónica, liberando de ese penoso “sanbenito” a los viejos maestros de escuela. Aunque, para no engañarnos, hay que reconocer que el esperpento consolaba a gran parte de una sociedad que navegaba sin velas, en la evidencia de que podía ser peor, a la vista de un Carpanta con mucha pajarita, pero sin bocado ni techo.

Nuestro protagonista deambulaba de puente en puente, por la triste patria de la inacabable posguerra. Y todos felices porque, sobre la fatalidad de Carpanta, el mundo en general era otra cosa, nada confortable, pero otra cosa.

Doña Urraca reflejaba – en negro anguloso y con el regusto Unamuniano de la Tia Tula – la oscuridad reinante, en perjuicio de la mujer. Un terrible especimen hibrido, entre la viudez obligada, con tanto desastre de guerra, y la inquisición censora de una cultura de sacristía.

Zipi y Zape eran como nosotros, pero en fino y con un padre, Don Pantuflo, de aspecto aristocrático y una madre con su peinado a lo Verónica Lake, rematado por un gran lazo. Las travesuras de la pareja eran mas bien blandonas, comparadas con nuestros lances callejeros, sin traslucir el menor sintoma de ruptura generacional, de tan confortablemente instalados como estaban, con sus elegantes progenitores. Seguro que, de mayores, terminaron transmutados en ejecutivos de recursos financieros. Lo cierto es que no acabaron de convencer a la tropa de la pandilla.

La familia Ulises, contraportada perpetua del TBO, tenia las trazas amargas del mejor Larra, atizando a una sociedad urbana, emergente y ridicula, que escenificaba su origen pueblerino, a traves de una abuela que ponia en solfa a toda la tribu.

El reporter Tribulete, “ que en todas partes se mete ”, tenia afanes de periodista casero, en el margen natural que permitía una prensa con recortes obligados y “fondo de reptiles” por doquier. Rigoberto Picaporte,”solterón de mucho porte”, era la encarnación del enjambre funcionarial que aquilataba sus escasos recursos a la vida en solitario, el “arroz pasado” y la dignidad en precario. Su contrapunto era la familia Cebolleta en la que se visualizaban las dificultades de arrastrar tanta prole.

Bartolo, “as de los vagos”, no daba un palo al agua, aunque en verdad no había donde darlo, fuera de los destinos oficiales. El profesor Tragacanto, y “su clase que es de espanto”, era la burla al abandono de la escuela, con el venerable maestro barriendo o sujeto pasivo de mil desmanes, para escarnio de la inteligencia.

Los señores de Alcorcón – “ y el holgazán de Pepón ” – representaban el aluvión algo instruido, arraigando en los núcleos dormitorios de las metropolis, en busca de futuro, sin librarse de la rémora de un mocetón indolente y “changabailes”.

Las hermanas Gilda formaban parte del batiburrillo de realaciones vecinales, tan de moda ahora en las series televisivas, con su rol de marujas-cotillas, esencia de una convivencia cotidianamente superficial.

El profesor Franz de Copenhague, eximio inventor de ingeniería rocambolesca, daba el tono tecnológico a tanto garbanceo ramplón y era la parte seria, aunque en el fondo resultara la propuesta mas irreal de todas.

Parodias, situaciones limites, comportamientos sociales, era lo que reflejaban las viñetas. Y las nuevas costumbres, al compás del seiscientos y los planes de desarrollo. Vacaciones en el mar o la montaña, con tantos peligros para los inexpertos urbanitas. Las excursiones campestres de los domingos, entre hormigas y algun toro suelto. La búsqueda de pareja o la compra de un piso, el sueño dorado de la mayoria.

Con la ola tecnocrática, surgieron Pepe Gotera y Otilio, “ chapuzas a domicilio “, homenaje a los esforzados profesionales, de cursillo rapido, que lidiaron las averías del mallazo residencial de las colmenas humanas. Y Mortadelo y Filemón, remate apoteosico de nuestra tardía incorporación a un mundo de modernidad, incluida la investigación en plan Interpol, para atemperar la imagen de un sistema policial, curtido mayormente en el control de los disidentes.

Nuestra incipiente vida giraba alrededor de esos antiheroes del Pulgarcito, Jaimito y el Tebeo, que esperábamos nerviosos en Canónigo o la Tintorería Central, junto a los sobres sorpresa y las aventuras. Pero eso es ya, otra historia.

Los dibujos de Escobar, Sanchís, Ibañez, Rovira, Segura y Vazquez. O los guiones de Cassarel, Piles, Ribera … , fueron el modo de vivir de tantos republicanos sinceros, desplazados de la circulación por el guión impuesto, que rompieron su impronta creativa en los circuitos de la soledad y la amargura. Para hacernos felices. Por eso sus criaturas, de plumilla y color, poblaran siempre el parnasillo de la inocencia, la plaza central del limbo de nuestra infancia.

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