Mayte Palma


Cuando Carla abrió los ojos, contempló desde la ventana de aquel enorme edificio, un paisaje poco halagüeño. Recordaba, con un poco de nostalgia, los verdes prados, las sinuosas montañas recortando el horizonte, aquellas madrugadas frescas, el cielo negrísimo cuajado de estrellas, el olor fragante de la floración en primavera, la humedad del invierno…En la ciudad, el día se presentaba triste y pesado con un cielo grisáceo y cargado, se barruntaba tormenta y su cabeza lo presentía. Hizo un esfuerzo para tomar un desayuno ligero y un analgésico para poder lidiar con la vida fuera de su hogar. Pensó en ducharse pero las ganas de seguir sentada escuchando las noticias pesaron más y se recostó en la silla mirando sus pequeños pies embutidos en unos gordos calcetines descoloridos y viejos que usaba a modo de zapatillas. El olor a tierra mojada llegaba desde la lejanía y entraba, por la ventana de la cocina, hasta sus fosas nasales imprimiendo en su rostro un poco de tristeza…El cambio no había sido su mejor baza. Hubiese deseado no tener que rendirse y abandonar una vida que, en un principio, se vislumbraba luminosa, llena de una felicidad que, con el tiempo, se había ido diluyendo así como la sal se diluye en agua caliente, poco a poco y casi sin darse cuenta. Tropezó de nuevo con sus pensamientos y una lágrima saltó de sus ojos como un paracaidista hasta su mejilla recorriendo lentamente su rostro hasta caer encima del mantel. El recuerdo de Andrés le produjo un escalofrío poniendo su piel de gallina cuando en el reloj del salón daban las siete de la mañana. ¿Qué estaría haciendo? ¿Pensaría en ella? ¿La echaría de menos?, ¿quién ocuparía ahora su lugar en la cama?, preguntas que le llegaban como si un huracán en su cabeza se desatara y dejara caer, como trozos de la devastación, todo lo ya inservible sobre ella…

Dejó en el fregadero la taza del café que no había conseguido beberse y se fue a la ducha. Aquella mañana de principios de marzo el silencio en la casa era abrumador. Carla siempre ponía música cuando se levantaba pero desde que volvió a la ciudad no había conseguido sacar aún de las cajas su equipo de música y sus discos, seis meses en su nuevo hogar donde aún, sacar sus cosas, le daba vértigo, una sensación de fracaso que no conseguía superar. Bajo el agua caliente temblaba, sentía que todo lo que había luchado por Andrés  había quedado en un “nada” doloroso y que las fuerzas con las que lo había intentado “todo” habían sido en vano.

Mientras se vestía, un rayo iluminó su habitación y seguidamente el atronador sonido del trueno la hizo suspirar. Pensaba que aquella tormenta perdía su encanto entre los edificios altos y las avenidas repletas de coches y gente, nada que ver con observar desde una ventana los rayos en el horizonte iluminando toda la montaña o el viento soplando fuerte entre los árboles que parecieran almas en pena gritando. Con ese pensamiento cogió sus cosas, salió en silencio y cerró la puerta. Cada mañana, enfrentarse al nuevo día, le levantaba el estómago, pero había decidido, que el recuerdo de Andrés, no iba a hundir su barco y que si era menester, lo parchearía para llegar a otro puerto. Se dibujó una sonrisa en su cara pálida por el pensamiento de aquella metáfora tan adolescente y se encaminó, mezclándose con el gentío hasta su librería.

El olor a lluvia era ya intenso, la tormenta no tardaría en dejar el agua fría de marzo desde aquellas nubes negras que se aproximaban desbocadas por el viento. Abrió la puerta metálica de la librería cuando en el reloj del ayuntamiento daba las ocho y lo cerraba tras ella para colocar los últimos pedidos y adecentar el pequeño salón para la presentación del libro de cuentos de su amiga Valle. Había abierto una librería a pesar de que le decían que no era buen momento, que la gente leía poco, que los dispositivos digitales se estaban comiendo al papel, pero ella era una romántica que siempre creyó en su proyecto. El saloncito, además, era un lugar de encuentro, un lugar para tomar un café y sentarse a leer un libro mientras veías pasar la vida a través del gran ventanal que daba a la avenida.

Dieron las nueve y Carla abrió la puerta metálica, colocó el cartel de la presentación y se sentó frente al ventanal con un cuaderno y un bolígrafo para escribir un relato corto donde contara, con pocas palabras, cómo empezar de cero, cómo continuar con la vida y cómo siempre hay que dejar atrás los lastres que nos impiden avanzar. Tomó un poco de té y sonó la campanilla de la entrada, la jornada empezaba y su vida, por fin, empezaba a cobrar sentido…



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