Antonio Luis Vélez Saavedra


Cantaba Serrat acerca de aquellas pequeñas cosas, esas que uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta. Hablaba del pasado, del paso del tiempo, y de la permanencia de los recuerdos en la memoria, esperando a aparecer allá o aquí seguramente en algún momento poco conveniente. Es la memoria la capacidad que tenemos para recordar datos y acontecimientos, una función del intelecto humano que tiene una doble dimensión: la individual y la colectiva. La memoria colectiva hace referencia a todos aquellos aspectos que forman parte del legado de una misma generación, que suelen compartir recuerdos del pasado muy semejantes. Los juegos que practicábamos, la música que escuchábamos o qué películas vimos en nuestra juventud. Todas las generaciones están unidas por vivencias que van más allá del plano personal, uno no recuerda solo, sino con la ayuda de los recuerdos de otros y con los códigos culturales compartidos aun cuando las memorias personales son únicas y singulares.

También se ha hablado mucho de otro tipo de memoria, la histórica, con la trascendencia que tiene el condenar el olvido, que fue la condena que dispusieron los vencedores de la guerra a los perdedores, ya estuvieran vivos, muertos, exiliados o desaparecidos. También está muy de actualidad cuestionar la Transición, y a quienes protagonizaron la normalización democrática del país, que en mi opinión fue un momento excepcional de nuestra historia. Y dentro de los nombres de quienes la hicieron posible estaba un emeritense, Alberto Oliart Saussol fue uno de los protagonistas destacado de aquel tiempo. Ocupó con la UCD la dirección de tres ministerios tan diferentes como el de Defensa, Industria, o Sanidad, así como la dirección de RTVE, para dar prueba de su versatilidad como hombre de estado, y también nos mostró su lado más personal en su libro de memorias ‘Contra el olvido’ en el que ocupa un lugar destacado la ciudad que le vio nacer.

“La casa de mis abuelos maternos estaba pared por medio con el Ayuntamiento. Las campanadas de su reloj se oían insistentes desde el cuarto en que yo nací, y aun puedo oír hoy, como van cayendo, una a una, las campanadas del reloj en el silencio de las horas lentas. Los segundos por su jerarquía eran los ruidos que formaban el tañir de las campanas de la iglesia de Santa María, la iglesia en la que me bautizaron e hice la primera comunión, que se mezclaba con las de la iglesia del Hospital y las del manicomio; más lejanas como un eco de la de Santa María, se oían las de Santa Eulalia. Venían después los ruidos de los carros, golpeando con sus ruedas las calles enrolladas, con el contrapunto del sonido de las herraduras de las caballerizas que tiraban de ellos. Y las voces de los vendedores ambulantes en los soportales; en algunas ocasiones, tras la llamada de atención de su cornetín, llegaba el soniquete ritual del pregonero municipal. Pero de todos esos ruidos que llenaban mi mundo infantil, dos siguen siendo, en el recuerdo, los preferidos. Muy de mañana, cuando ningún otro sonido se había enseñoreado del aire, se oía repetido, pequeño, acompasado, el múltiple pasito de los burritos areneros que en recuas de quince o veinte transportaban en serones más voluminosos que ellos arena del río Guadiana para alguna de las obras del pueblo. Eran burritos de grandes orejas y ojos profundos, tiernos, lacrimosos, que a mí de niño tanto me gustaban. Y en las mañanas de verano, luminosas y altas, imponían su sonoro arabesco los millares de vencejos y golondrinas que llenaban el cielo de la ciudad, por el que planeaban breves los cernícalos, y grandes y majestuosas las cigüeñas, que tanto me asombraban entonces. -Mira, Alberto-, me decía Lucía cuando la cigüeña hacía crocotar su largo pico, -mira como hace gazpacho para los cigüeñinos su madre-”

Esos recuerdos de su infancia que con tanta delicadeza relata, y con tanta claridad despejan las nieblas del pasado, para reafirmar a nuestra memoria como la única victoria posible frente al implacable paso del tiempo.

Y esa supervivencia de la memoria individual como parte de la colectiva fue la idea principal de un experimento literario del artista americano Joe Brainard que escribió el libro “Me acuerdo”. La fórmula era sencilla: consistía en repetir muchas veces la expresión “Me acuerdo” completada por frases, en su mayoría breves, para rescatar recuerdos de su pasado. Esas frases activan un resorte en la mente al rescatar imágenes que forman un retrato de la cultura y del imaginario popular de su generación. Esta formula la popularizó posteriormente el escritor francés Georges Perec, con recuerdos de su infancia y juventud, en un libro que resulta fundamental para comprender mejor su tiempo. También los extremeños Elías Moro y Daniel Casado tomaron esta fórmula (Me acuerdo – Editorial de la luna libros) para recordar también imágenes de un tiempo y un territorio más familiar para nosotros.

Sería algo así:
Me acuerdo de toda la familia viendo las películas del oeste en la tele los domingos por la tarde.
Me acuerdo de devolver las botellas de gaseosa de cristal vacías, que llamábamos cascos, a la tienda.
Me acuerdo del gran galápago que se escondía entre el bosque de pilistras que había en el patio de mi bisabuelo Leopoldo.
Me acuerdo haber circulado en coche por el Puente Romano y la Plaza de España.
Me acuerdo de que mi colegio se llamaba Romualdo de Toledo, y que nadie sabía quién era ese señor.
Sigan ustedes..

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