Álvaro Vázquez Pinheiro y Montserrat Girón Abumalham

Unidas por Mérida (Izquierda Unida –Podemos)


Una de las conclusiones más evidente de la crisis del Covid es la omnipresencia de la estupidez en el seno de la política española. Sin apenas excepciones, la clase política de nuestro país -sin distinciones partidistas ni ideológicas- se ha mostrado como un sujeto plural y complejo que ha reproducido un comportamiento homogéneo: en un primer momento, intentar sacar tajada política de la situación; posteriormente, hacer gala de una falta de coraje rayana en la indolencia.

Visto que la política no es más que un reflejo del mundo en el que vivimos, el comportamiento del resto de la sociedad que corresponde a esa clase política tampoco ha sido lo que se dice ejemplar. Quizás lo único que ocurra es que lo lamentable siempre adquiera mayor relevancia que lo admirable, pero lo cierto es que si el gobierno de la nación hubiera sido de un signo político distinto, posiblemente aquellos que hace tanto salían a los balcones a aplaudir, bien hubieran dedicado todos sus esfuerzos a proferir insultos de toda índole a cualquiera que ostentase la presidencia del gobierno, por el mero hecho de no ser “de los suyos”. Se nos olvida que el sectarismo es el amigo íntimo de la estupidez.

Con este panorama, y tras todo lo que se ha dicho en el último año y medio, pudiera parecer que poco queda ya por decir, pero lo cierto es que a pesar del tiempo transcurrido todavía se producen situaciones que cuestionan los elementos más básicos del sentido común.

Los responsables políticos tienen como misión la gestión de los asuntos públicos, y más allá de eso, el cumplimiento de los vecinos y vecinas de las normas y las consideraciones o consejos que se hagan llegar desde las instancias públicas es siempre limitado, otra cosa es la voluntad que se imprima a la hora de hacer cumplir lo aprobado. Aún así, creo que es justo relativizar la responsabilidad de las instituciones en el grado de éxito que pueda conseguirse a la hora de llevar a cabo una decisión concreta.

Cierto que no podemos culpar a un alcalde o a un consejero por el incumplimiento de las medidas de protección y de seguridad que se produzca en una circunstancia determinada. El alcalde de Mérida no puede ser el culpable de que un servidor de ustedes, por ejemplo, no lleve la mascarilla puesta cuando camina por la calle. Ahora bien, una cosa es constatar la imposibilidad de que las personas cumplamos las normas en todos sus términos, y otra bien distinta es que una administración pública, en este caso el ayuntamiento de Mérida, promueva y promocione la celebración de eventos que supone la acumulación de una multitud para todo tipo de eventos y fiestas: la fiesta de las pre-uvas es un buen ejemplo de todo ello.

¿Cuál es el motivo por el que el gobierno municipal concluyó que era una idea estupenda organizar un evento en la plaza España en pleno auge de la variante omicron? Pues habría que preguntárselo a los responsables. Lo que sí sabemos, creo que es evidente, es que la falta de reflexión, la frivolidad y la ausencia absoluta de madurez son un buen indicador de las actitudes y capacidades de las personas que han tomado una decisión como esa.

Al gobierno municipal se le ha visto el plumero, pues difícilmente se puede tomar una decisión de esta naturaleza sin estar atrapado en una verdadera tormenta de estupidez.

 

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