Antonio Vélez Sánchez

Ex-alcalde de Mérida


Pasada la “Cuesta de los Silos” y el “Vivero”, por una carretera flanqueada de grandes árboles, mucho antes de llegar a Trujillanos, lucia la cantería decadente y abandonada de un viejo molino. En trazos gruesos de pintura negra, sobre sus paredes, destacaba el reclamo publicitario de Ulloa Óptico, alertando al viajero que la vista era esencial en años de miopía. Justo hasta ese punto llegábamos, para retornar a la Ciudad, esta vez por el lecho del Albarregas. Nos gustaba ir hasta allí, sobre todo al comienzo de la primavera, porque después de remojarnos en el charcón de aquel ingenio de molienda, retomábamos el pulso, calentándonos las espaldas contra las angulares y tibias lanchas de piedra que caracterizaban el sitio. No nos atrevíamos a subir más, por un cauce que llegaba hasta Cornalvo. Era mucho arroz para nuestras ansias exploradoras.

Hicimos ese descenso fluvial más de una tarde. Enseguida alcanzábamos, otra vez, el “Vivero”, con su noria movida por un burrito con los ojos tapados, para evitarle el mareo de tantísimas vueltas. Allí quedan aun, como testigos, el inmenso pozo y el largo abrevadero, ocultos por la desordenada maleza.

Merendábamos al lado del gran pilón, en el que bebían las bestias y los rebaños ocasionales, para luego coger andadera y, tras vadear el agua por unas pasarelas de piedra, tomar la margen derecha del riachuelo, evitando así las malezas excesivas de la otra orilla y, más adelante, los murallones defensivos, contra las crecidas, que había por los linderos vallados de la “Huerta de los Soldados”. Cerca quedaba el “Camino Viejo” de Mirandilla, por la Cortezona y Casa Herrera, y un poco más arriba, en una vaguada empastada, estaba Valhondo, con su fuente, a la que a veces nos acercábamos para beber y coger berros.

Superados los pagos agrícolas de lo que hoy es la barriada de San Juan, se encontraba el primitivo puente de la Circunvalación que, tras salvar la irregular corriente, enlazaba por los altos del cementerio con la carretera de Cáceres. Rebasado el puente, frente a las ruinas de la Ermita de la Antigua, nos encontrábamos con otro molino que desapareció años después. Inmediatamente el rio se ensombrecía, rodeado de árboles frondosos. En esa umbría, húmeda y fresca, el rigor de la canícula se amortiguaba. Mucho después, cuando los naturalistas nos hablaron, con pasión contagiosa, del gran valor de los “bosques de corredor “, nosotros supimos que el Albarregas, a su paso por la Ciudad, era justamente eso.

Por las traseras de donde hoy está el Edificio Roma, nos esperaba “El charco Redondo”. No era profundo, porque apenas nos llegaba a la cintura, pero en el fuimos aprendiendo a nadar, poco a poco, sin los sobresaltos de las corrientes del Guadiana. A nosotros nos parecía grande, como un pequeño lago. Sus aguas eran trasparentes y albergaban vida. En las cuevas de sus orillas, cortadas y tapizadas de raíces, se protegían los pececillos asustados por nuestra ruidosa presencia, mientras las ranas, antes de que llegáramos, anunciaban que aquel era su mundo.

Más abajo, entre huertas, alcanzábamos el acueducto de San Lázaro. Bajo sus arcos, apretados de cañaverales, nos escurríamos para llegar al pontón de la tubería de hierro que traía el agua romana, de “Rabo de Buey”, a las fuentes públicas de la Ciudad. El charco que se formaba allí era muy cenagoso y si entrabas en el, aparecías con más de una sanguijuela agarrada a las piernas. Algunos atrevidos se metían con esa intención, para dárselas de valientes. Luego con un cigarro se desprendían de los molestos parásitos chupadores de sangre, en un ritual de “guindillas”.

Descendiendo un poco más, antes de los Milagros, proliferaban las huertas, con sus higueras míticas de frutos negros y azucarados que degustaban los pájaros, antes que nadie. Allí, entre la espesura de los sauces, fresnos, galaperos y junqueras, se enseñoreaba, grande y hondo, “El charco del Bigote”, nuestra mejor meta. Le llamábamos así porque la nata de los vertidos de las mantillosas tierras, fuertemente estercoladas, flotaba grisácea sobre la superficie del agua. Así es que cuando salíamos de nuestras zambullidas se nos perfilaba, bajo la nariz, un autentico “bigote”, con los detritus grasientos. Nos sentíamos tan felices por aquellos sotos que nuestras escapadas desde la Escuela e incluso, mas tardíamente, desde el Instituto, solían terminar, con frecuencia, en aquellos escenarios tan nuestros.

Más abajo, quedando atrás el venerable acueducto y sus inquilinas cigüeñas, con la ciudad y los raíles del ferrocarril casi encima, nuestro pequeño-gran rio se perdía, lamiendo su impecable puentecillo romano y buscando el mar, arropado por el padre Guadiana. Así una y mil veces, entre caballones rectilíneos de hortalizas y ciclos pertinaces de lluvias y soles.

Difícil olvidar aquellos días aventureros, desde la tristeza de saber que perdimos un paraje irrepetible. Y aunque en la memoria cercana no aparezca ese riachuelo, tan prisionero de hormigón y progreso, no deberíamos ignorar que, al destruirlo, nos robamos el paraíso de su luz y de sus sombras, junto al esplendor de la vida que nos regalaba. Y esos gloriosos parajes perdidos de nuestra infancia nos invitan a pensar en lo que nunca debimos hacer sin el permiso de tantas criaturas. De tantos compañeros de viaje.

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