Fran Medina Cruz


El carnaval es esa época mágica del año en la que el pueblo se disfraza para ser otro, mientras los políticos se quedan tal como son: embaucadores, truhanes y expertos en el arte del disfraz perpetuo. Porque si hay algo que la política y el carnaval tienen en común, es que ambos son espectáculos diseñados para el regocijo (o desesperación) del público.

Bajo la purpurina y el confeti, el carnaval permite al ciudadano mofarse del poder, lanzar sátiras con rima y ritmo, y despojar a los de arriba de sus pomposas vestiduras. Mientras tanto, los políticos, que son artistas de la impostura, aprovechan la ocasión para demostrar que el verdadero carnaval no dura unos días, sino cuatro años (o más, si el maquillaje y los pactos lo permiten).

Si el carnaval tiene su rey o reina, la política tiene su emperador del embuste. En cada lugar, hay un personaje que encarna a la perfección el espíritu carnavalesco sin necesidad de disfraz: ese líder que promete el paraíso y entrega un purgatorio con vistas al infierno. Su especialidad es la chirigota con doble sentido: «No subiremos los impuestos» significa «te vaciaremos los bolsillos con sonrisas y fotos en redes».

Los ministros y diputados, y en este caso concejales, forman la comparsa oficial, esa banda de coristas desafinados que aplauden los desvaríos del monarca de turno, siempre con la coreografía bien ensayada y la sonrisa de cartón piedra. Cada rueda de prensa es una murga de frases hechas, mientras que los debates parlamentarios se asemejan más a un concurso de disfraces: unos de defensores del pueblo, otros de libertadores, y algunos de salvapatrias con capa, banderita y antifaz.

Como en cualquier desfile de carnaval, los políticos despliegan carrozas adornadas con promesas fantásticas que nunca llegan a destino. «Regeneración democrática», «Gobierno transparente», «Justicia para todos»… ¡Ah, qué bonita es la utopía cuando se viste de lentejuelas!

Los ciudadanos, por su parte, miran con escepticismo, entre la carcajada y la indignación, sabiendo que después del carnaval viene la resaca: el momento en que las luces se apagan y la realidad se asoma con su rictus burlón. Y ahí es cuando nos damos cuenta de que el disfraz de «honestidad y servicio público» solo era un disfraz, y que debajo sigue el mismo político de siempre, con su eterna careta de hipocresía.

Pero el carnaval no es solo un escaparate de engaños, también es el momento en que el pueblo se convierte en bufón, sin miedo a señalar al rey desnudo. En los rincones de Cádiz, en las calles de Río de Janeiro, en los tablados de Tenerife o en las sambas de Barranquilla, la sátira política se alza como un grito de libertad. Queda por ver en nuestra Mérida milenaria.

Las chirigotas y las comparsas llevan siglos haciendo lo que la prensa no siempre se atreve: decir la verdad entre risas, desnudar al emperador con rimas afiladas, hacer que la gente cante lo que de otro modo no podría gritar. Y eso, amigos míos, es la verdadera democracia.

Mientras algunos se quitan el disfraz después de la fiesta, los políticos lo llevan siempre puesto. La única diferencia es que en carnaval al menos sabemos que es mentira. Así que, entre tanto engaño institucionalizado, bienvenido sea el carnaval, el único momento en que la farsa es sincera y la risa es un acto de rebeldía.

¡Que sigan los tambores, que la comparsa no se detenga, y que el pueblo nunca deje de cantar sus verdades con sorna y picardía!



 

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