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Antonio Vélez Sánchez 

Ex – Alcalde de Mérida



Se vertía la Ciudad hacia el rio, al ritmo de sus cuestas suaves, para continuar luego por el viejo puente de los romanos hasta la otra orilla, la de los “Rodeos” de las Ferias, arranque de los caminos del sur y del poniente. Paseaba el pueblo estos itinerarios las tardes domingueras, en busca de los caracoles y las raciones de casquería del Merendero de Donoso. Mucha chiquillería, bien amarrada de la mano de sus padres y abuelos, ¡! cuidado con los pretiles, Manolito, y ni se te ocurra asomarte al rio ¡! .

Murciélagos, cernícalos, golondrinas a reacción y ranas croando entre las junqueras. Pescadores con la paciencia transferida de las piedras milenarias. Algún inesperado automóvil enfilaba el puente causando la expectación general, al toque intermitente de su bocina ronca. Abajo, el rio se encogía en el interminable horizonte de arenales y graveras, sustrato inagotable del escarbador hormiguero humano, construyendo sus casas o empedrando las calles.

Hasta el rio bajaban en recuas sin fin unos burritos negrísimos, escurridos y de pequeña talla para regresar, cargados sus serones hasta los topes, de material fresco y chorreante. Los veíamos caminar, agobiados pero firmes, cabizbajos y resignados con su papel, por el laberinto de callejuelas, acarreando el material básico para las obras y dejando un reguero de agua y excrementos. Les llamábamos “burros areneros “ , en atención a su oficio , y cuando los acariciábamos al paso , con cierta familiaridad , apenas levantaban la cabeza de lo empeñados que iban en seguir las sendas multiplicadas de sus pasos cansinos . Ni siquiera mostraban rencor cuando algún muchacho les agarraba insolentemente sus grandes orejas , de acostumbrados que estaban al trajín y los palos .

Nunca supimos de donde habrían llegado esos escuálidos burrillos de pedernal y azabache, pero a nosotros se nos antojaban “morunos” u orientales, de lugares pegados al desierto, porque eran los mismos que veíamos en las películas que nos ponían en Semana Santa o en las de Aladino y el Ladrón de Bagdad. Debían ser esos jumentos del celuloide primos hermanos de los que fijaban rutinariamente las miradas de los emeritenses, por el puente de piedra o junto a la “fabrica de la luz ” .

Posiblemente, imaginábamos nosotros, animaron el Nilo de los faraones transportando ajuares funerarios, por la desértica aridez del Valle de los Reyes. Tal vez forjaron el esplendor de Babilonia, subiendo la tierra de sus famosos jardines colgantes o dejándose los huesos por la magnificencia de Atenas y Roma. Pudieron ser la retaguardia de todas las guerras, llevando alimentos a los combatientes o portando los botines de los vencedores y los despojos de los vencidos. Milenios después aun seguían levantando unos pueblos de tapiales, palos y tejas, en los pliegues de unos cerros con olivos o en llanuras cerealistas de sol y langostos.

Nada tenían que ver con los corpulentos y grisáceos burros, bien alimentados, que giraban las norias con los ojos vendados, como adivinadores solitarios, sacando agua de las hondas tripas de unas tierras secas. Ni con los que se movía el mundo rural, en los viajes de sus gentes, nacimientos, cortejos, bodas y entierros. O con los que lucían su orgullosa galanura en los mercados de los pueblos, entre manos de tratantes que abrían sus bocas para reflejar lo acertado de la compra en una soberbia dentadura
.
Nunca hubieran podido tirar del arado para sembrar el trigo o labrar entre las cepas y los olivos. Jamás, por su escasa talla, podrían haber engendrado los poderosos mulos del laboreo y del transporte carretero. Habrían resultado ridículos como recoveros, cargando jaulas de volatería o pellejos de vino y aceite, porque para esos oficios se requerían otros alzados. Pero nadie podría arrebatarles su papel principal como acarreadores de los materiales que levantaron nuestras casas. Así los vimos construir, en nuestra infancia, una Ciudad que crecía, obstinada y pobremente. Luego, cualquier día, desaparecieron para siempre expulsados por las maquinas. Y no volvimos a saber de ellos. Ningún poeta les cantó, como a Platero, en un feliz paraíso de flores y buen pelaje.

Pero cada vez que miro hacia este rio perezoso, recuerdo aquellas caravanas de esclavos pertinaces que ningún Verdi habría de inmortalizar. Y me pregunto si sus nobles y molidos huesos encontrarían el Oriente prometido de todos los burrillos areneros que compartieron nuestra infancia. Porque, aunque no hubieran encontrado la merecida Arcadia, su espíritu permanecerá grabado para siempre en la sillería de un puente antiguo, al borde de un caserío que, en parte, ellos levantaron. Y en estas nobles piedras mecerá el agua su memoria, al compás de unos corazones eternamente cansados.

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