Asociación Amigos de Mérida


Pepe Canal, Fernando Bravo y Jesús Delgado Valhondo

 Nacida en El año cero, mediado el siglo pasado, precediendo a la Tierra y el Agua, entre un delirio de olores y tiempo, tras alzar una oración desde su corazón republicano al Señor, el poeta vuelve su alma a Mérida.

Mérida, ¿dónde has ido que no te siento?
Contrarias nuestras vidas se nos están perdiendo.
(Duerme la estatua, frío, sobre su tiempo;
arco de puente y río, dolor de sueño).
Tú te mueres de joven y yo de viejo.                                  Mérida, yo te piso y tú ¡qué lejos!

El segundo mes del noveno año del siglo XX parió en Mérida a uno de sus Hijos Predilectos. Jesús, huérfano, cojo, hablador, maestro, poeta, escritor, articulista, literato, sensato, innovador, afable hijo de una guerra fratricida y la triste penumbra que deja el hambre y la sangre derramada por hermanos y vecinos. Enraizado en una miserable tierra que acogió su semilla forjada de palabras para fructificar en luz, poesía y esperanza.

Comienza a escribir mientras se forma en magisterio. Voraz lector del Nobel moguereño Juan Ramón Jiménez se alza a lomos de una poesía, melancólica, emotiva y cuidada, exenta de florituras innecesarias. Su obra La esquina y el viento consigue el elogio de su admirado Juan Ramón Jiménez. Quizás ese halago borrase el amargo recuerdo de haber sido depurado políticamente por haber pertenecido a la UGT.

Creía D. Jesús en cada persona, con independencia de su origen, edad o condición social, pero más confiaba en la formación de esta, a través de la cultura, del estudio y del trabajo que revierte en la sociedad. Ya a comienzos de los sesenta del siglo precedente, advertía sobre los riesgos de quienes se sienten orgullosos de su analfabetismo, digamos hoy incultura. Advertía con angustia “Qué triste debe ser la agonía de un pueblo. Cuando los pueblos padecen de ignorancia, de envilecimiento, de degradación. Qué pena cuando los pueblos se mueren.”

La recién estrenada democracia le llegó a la edad de una jubilación en la que no creía y en la que no cayó. “La vida no se termina de realizar. Constantemente hay algo que aprender por muy viejo que se sea” escribió, y a buen seguro que vivió con coherencia lo escrito. Su obra más madura Un árbol solo, que narra en un único poema el destino de todo ser humano que es la soledad, lo escribe con setenta años. Hasta poco antes de morir en 1993, después de haber recibido la Medalla de Extremadura por sus méritos humanos, profesionales y literarios, continuó creando prosa y poesía, opinando en el Hoy sobre lo humano y lo divino y publicando incluso después de fallecido.

Hoy su nombre, su esencia y su corazón de poeta (abierto a la tierra que amó, al aroma de las encinas que embriagaban sus manos hundidas en el barro, al aire pleno de luz y sabiduría que llenaba sus ojos) permanecen entre los arcos del puente, durmiendo con el frío mármol de una Mérida que muere de joven plena de un poeta eterno.



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