Fran Medina Cruz


La democracia, concebida como el sistema de gobierno donde el poder emana del pueblo, ha sido durante siglos el ideal de muchas naciones. Sin embargo, en la práctica, este ideal se encuentra a menudo contaminado por distorsiones que traicionan sus principios fundamentales. Entre estas distorsiones destaca un fenómeno particularmente preocupante: el abuso de la censura en nombre de la democracia y la manipulación del concepto de «bulo» como herramienta de control.

En un mundo donde la información fluye a través de canales digitales y redes sociales, el «bulo» se ha convertido en el enemigo número uno de los Estados que dicen defender la verdad. Pero ¿qué ocurre cuando esta cruzada contra la desinformación se convierte en una excusa para silenciar voces críticas o disidentes? Bajo el pretexto de proteger a la ciudadanía, los gobiernos de izquierda del siglo XXI han desarrollado mecanismos que, en lugar de promover un debate abierto y plural, consolidan un discurso único. La censura, disfrazada de garantía democrática, pone en jaque la esencia misma de la democracia: la libertad de expresión.

Además, esta manipulación no se limita al control de la información. En los últimos años, hemos sido testigos de un preocupante desplazamiento de la meritocracia en el sector público. Puestos que tradicionalmente estaban destinados a empresarios o profesionales con trayectorias de éxito, ahora son ocupados por miembros políticos afines al partido en el poder. Esta «democracia del Estado» refuerza redes clientelares y erosiona la confianza pública en las instituciones, alejándose del principio de que los mejores y más capacitados deben liderar los esfuerzos colectivos.

La paradoja se vuelve más evidente cuando observamos cómo, bajo el amparo de la democracia, en la nueva ideología progresista se toleran prácticas que deberían ser incompatibles con ella: mentiras oficiales, fraudes encubiertos, sobornos disimulados, insultos desde las altas esferas del poder y el menosprecio a la justicia y hacia quienes se atreven a cuestionar una postura o una acción surrealista del gobierno. La democracia, en estos casos, se convierte en una coartada para perpetrar abusos de poder y perpetuar estructuras de desigualdad.

El problema no radica en la democracia como sistema, sino en cómo se interpreta y se aplica. Una democracia saludable requiere transparencia, integridad y respeto por los derechos fundamentales. Sin embargo, cuando estas cualidades se sacrifican en nombre de intereses políticos o económicos, el sistema pierde su legitimidad.

Es necesario, entonces, abrir un debate crítico sobre cómo se ejerce el poder en las democracias contemporáneas, sobretodo de estas nuevas élites que se hacen llamar progresistas. Debemos cuestionar el uso de la censura como arma política, exigir que los cargos públicos sean ocupados por personas realmente capacitadas y rechazar cualquier forma de abuso que se perpetre bajo el paraguas de la democracia. Solo así podremos aspirar a un sistema que realmente represente y sirva al pueblo, en lugar de ser utilizado para consolidar privilegios y perpetuar mentiras.

La democracia no debe ser un escudo para proteger la impunidad, sino una herramienta para construir una sociedad más justa, plural y libre. De lo contrario, seguiremos atrapados en una farsa que traiciona sus principios fundamentales, convirtiéndola en una sombra de lo que promete ser.



 

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