Mayte Palma


La luz entraba por la pequeña ventanita llegando, como un cuchillo, hasta los pies de la cama. Ella dormía plácidamente ajena al mundo y a la vida que se desperezaba fuera. En el reloj de la mesilla, el tiempo pasaba en números fosforitos hasta la hora señalada en que, de pronto, aquel sonido atroz resonó por toda la casa. Escondió la cabeza bajo la almohada y refunfuñó como si tuviera en la boca un trozo de plastilina, y su cuerpo encogido y enrollado en las sábanas le hacían parecer una niña perezosa y malcriada que nada quería saber de ese mundo que despertaba igual que ella. Con gran esfuerzo y un humor de perros salió de aquel letargo. Se sentó a los pies de la cama mientras miraba por la ventana los edificios grises y horribles de nueva construcción que habían ido borrando de su vista un horizonte más amable, el puente que unía la ciudad con el islote Mediano y el trocito de mar que ya ni se escuchaba en las noches tranquilas de invierno. Suspiró como si fuera a deshacerse como una pompa de jabón, fue tan profundo aquel suspiro, que hasta sintió una inmensa tristeza por perder un poco de su espíritu luchador de esa manera.

Miró, con un poco de melancolía el cuadro que colgaba al lado de la puerta, su nombre a punto de cruz, que siendo una niña, había bordado en las tardes frías de invierno junto a su abuela. Una sonrisa lastimera se dibujó en su cara redonda y morena cuando recordaba la imagen de aquella mujer que iba y venía de su vida en épocas intermitentes y que tan poco conocía. Recordó entonces, como una ráfaga de luz, la noche de reyes de sus ocho años, cuando se presentó sin avisar envuelta en un abrigo de piel marrón chocolate de algún animal, seguro, en peligro de extinción, con los labios más rojos que un tomate y unos tacones imposibles que le hacían andar como en una cuerda floja. Le dio la risa y salió pitando a la cocina pues el tiempo iba más deprisa de lo que a ella le hubiese gustado. Su desayuno fue un simple café y unas galletas blandas que dejó la noche anterior en un plato. Se vistió de manera informal, cogió sus bártulos y se dirigió al cole.

En la puerta del cole, las conversaciones con padres y madres giraban siempre hacia el mismo ojo del huracán, sus hijos, lo cual era normal y ella contestaba con agrado a todo lo que quisieran saber. Ser maestra era un arduo trabajo que la mantenía alerta todo el día. Disfrutaba y olvidaba durante la jornada escolar todo lo que estaba sucediendo fuera de allí. El mundo que había allí dentro era mucho más importante y verdadero, mucho más gratificante y le dibujaba, para todo el día, una sonrisa sincera. Se convertía, de repente, en una niña más, alegre, dicharachera y cantarina que intentaba hacer que sus alumnos y alumnas disfrutaran de las horas allí vividas que eran muchas, para su gusto.

Al terminar la jornada, mientras recogía las cosas y ordenaba el aula, su semblante cambiaba. Le costaba volver a la realidad de su casa, a su soledad. Se le hacía bola tener que sentarse sola frente al televisor, frente a aquellas cenas precocinadas y enfrentarse cada noche a esa lucha interior de la que casi siempre salía perdiendo. Sentía su debilidad como un lastre que la frenaba para enfrentar, con otro ánimo, la realidad que la rodeaba, y luchaba, cada día, para enfrentarse a la imagen que el espejo le devolvía. Sonreía, ponía muecas, se miraba a los ojos intentando descifrar aquella mirada y en el reflejo del gran espejo, a su espalda, se reflejaba también el corcho donde iba poniendo los dibujitos que sus alumnos le regalaban y entonces, sin darse cuenta descubría que aunque ella no lo viera, todo cobraba sentido. Allí estaban aquellos coloridos y alegres dibujos donde el personaje principal era ella rodeada de niños, de animalitos, de casas y coches, de nubes algodonosas y soles sonrientes, castillos y princesas, pokemons y súper héroes…, y entonces, todo ese huracán que la sacaba del mundo que no le gustaba, la volvía a poner suavemente sobre un pedacito de esperanza igual de blanca que aquellas nubes, igual de brillante que aquellos soles, igual de alegre que aquella maravillosa imaginación que tampoco ella perdió nunca…



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