Antonio Vélez Sánchez

Ex-alcalde de Mérida


 

Ya se que el personaje es controvertido y que incluso algunos pasajes de su vida se han estrujado en demasía. Particularmente su trabajo como Censor de Revistas con el que se garantizó uno mínimos ingresos, los años 43 y 44, aunque es sabido que fue muy benévolo en ese oficio. De cualquier forma, ¿Quién no tiene pasado?.

Conocí a Don Camilo, con cierta fortuna por mi parte, en Málaga, mediados los setenta, en un acto de la Sociedad de Amistad España- Israel, que el presidía y que abogaba por el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países. Creía estar soñando cuando estreché su mano. Y es que, para entonces, ya me había leído sus obras completas, editadas por Destino, que compré en Cascón Chito. Lo mismo que una joya en cuatro tomos, ilustrados por Goñi, titulada “A la pata de palo” que publicó Alfaguara en el sesenta y cinco. Por aquellos años Cela era un escritor de culto, tanto que aun puedo recreo a un grupo de amigos que, indolentemente tumbados en una playa de Nerja, recitaban, divertidos, el surrealista “Oficio de Tinieblas”. Algo impensable hoy día en la comba literaria.

Camilo José Cela fue Senador por designación Real, en las Cortes Constituyentes, protagonizando celebradas intervenciones. En la Cámara Alta trabó amistad con Juan Antonio Cansinos Riobó, Senador socialista por Badajoz que, años después, le organizaría un viaje a Torremejía, para que el creador de Pascual Duarte firmara la paz con sus habitantes, molestos por lo que les significaba tan violento personaje. Así es mediamos con el la presencia del genial gallego para inaugurar la primera Feria del Libro de Mérida. Era Primavera del ochenta y dos y este narrador, primer edil y forofo del “salpicado” literato, convino un protocolo que incluía Banda Municipal de Música y corte de cinta al amparo del Himno Nacional.

La tarde de “autos”, finalizando Mayo, hubo un momento, emotivo y tenso al mismo tiempo. Fue cuando, llegados al lugar donde aguardaban las tijeras y los músicos tensaban su espera, Don Camilo – nunca supe su intención – me lanzó con sordina y cercanía un ¡¡ valor Alcalde ¡¡. Juro que se me hizo un nudo en la garganta, y me sentí perdido, pero salimos del trance. Cela firmó libros a barullo y los emeritenses no podíamos creer que el autor del “Diccionario Secreto” estuviera plácidamente sentado, sin parar de escribir dedicatorias, oyéndole hablar con su voz de cueva profunda, verdaderamente encantados, hasta agotar las existencias. Fue tanta la ilusión que nos produjo, que ese instante está aun bailando por los tejados de la Plaza de España. Arsenio Muñoz de la Peña, en una obrita editada por la Pedro de Valencia, lo inmortalizó con acertada sencillez.

Después de aquello no dejó de venir a Mérida, con relativa frecuencia : Alguna Feria, con brindis taurinos, por partida completa de los espadas, pateos monumentales, Museo, repaso de legajos y privilegios en el Archivo Histórico, Festival de Teatro, conferencia en el Instituto. Visitas que fueron generosas, pues nunca cobró una peseta. Se sentía a gusto, esgrimiendo orgulloso sus credenciales de “Cartero Honorario”, distinción que ostentan solo cinco personas en toda la historia y que el obtuvo gracias a sus libros de viajes.

No me resisto a contar una anécdota, cuando vino a descubrir la placa de la calle que lleva su nombre: Estábamos en el Ayuntamiento, antes de arrancar la comitiva y expresé mis dudas sobre si tomar la vara de Alcalde. Cela me conminó a que lo hiciera, porque de lo contrario el “no saldría”. Nos acompañaba Alonso Zamora Vicente que también estrenaba calle. Ascendíamos Santa Eulalia, seriamente a pesar de que la Banda atacaba un pasodoble, ruidosamente incitante. En estas llega una señora, frescachona y alegre, a saludar al gallego. ¡¡ Oh tragedia protocolaria ¡ Don Camilo se arranca con un baile corrido, bien sujeta la paisana que sigue el juego, baila que te baila. El publico, divertido, ríe y aplaude. La comitiva se descacharra, la banda detiene el paso y el aliento. Zamora Vicente dice en voz alta: ¡¡ Este Camilo no tiene arreglo ¡¡.

Camilo José Cela inmortalizo a Mérida en su Pascual Duarte, nuestra novela mas traducida después de El Quijote. Es insuperable la llegada a Mérida del protagonista y su mujer, a lomos de una mula enjaezada, por el puente romano, hacia la “Posada del Mirlo”. Lo notable de esa joya literaria es que la ficción sitúa a Mérida como destino del manuscrito enviado por Pascual, desde la cárcel de Badajoz, a un tal Joaquín Barrena y origen del testamento ológrafo, de este último, asignando destino a esos papeles. En la mas celebrada obra de un Premio Nobel de Literatura. Solo por ello debe la Ciudad gratitud y recuerdo a quien la conocía bien y la honró en otros escenarios.

Una noche, cenando en Casa Benito, acompañado por su primera mujer, Rosario Conde, poco antes de publicar “Mazurca para dos muertos”, que ya nos la había contado al detalle, me espetó inesperadamente: “Antonio, ya es hora de que nos tuteemos”. Le respondí: “Lo que tu digas, Camilo”. Sumé, desde ese momento, a mi fervor por su literatura, un gran cariño a su persona, consciente que detrás de sus provocaciones y “puestas en escena”, había realmente un grandísimo y enternecedor tímido, cosa que se bien por lo mucho que lo traté.

Un rasgo muy suyo era comer de “cuchara” y si no la había en la carta, preguntaba por la “perola” de los cocineros, para engancharse a ella. Pasó mas de una vez en el solemne Parador, donde era muy querido por su trato cercano y amable, ya que su altanería se disparaba hacia arriba, nunca al pueblo.

Hay una historia hermosa que merece relato puntual. Fue cuando se ilusionó con escenificar, en el Teatro Romano, su obra “María Sabina”. El, de actor principal, como pregonero de la trama. Había preparado hasta la música, con Leonardo Balada. No pudo ser, lo impidió ese espeso momento político del final de la primera transición. Y fue una verdadera pena, porque años después le dieron el Nobel y eso hubiera sido glorioso para Mérida. De todas formas muchas veces lo veo, fantasmagóricamente togado, recitando sus versos, mientras Larra, detrás de una columna, le apunta discretamente y Baroja, desde la orchestra, aplaude divertido. Bajo la noche calurosa y estrellada de un verano mágico.



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