Antonio Vélez Sánchez

Ex-alcalde de Mérida


Los ensanches de la ciudad en el último tercio del siglo XIX y en el primero del XX, fueron el escenario urbano sobre el que trotó nuestra infancia. Casas de tapial, corralones y calles empedradas. Eran el resultado de los primeros estirones que propiciaron los ferroviarios, cuando avanzaron hacia las “Siete sillas”, desde Santo Domingo, por calle “Nueva”, y desde la “Puerta de la Villa”, por las Torres, con toda su retícula intermedia. Los hombres de los caminos de hierro, compraron solares alargados en los que, aparte de construir su casa, pudieran tener espacioso patio y generoso corral en el que criar animales domésticos para sus beneficios alimentarios. Era una forma inteligente – sostenible, se diría ahora – de procurarse rentas en especies, tales como huevos, carne o leche. Con los excrementos de los animales, incorporados a la tierra, se conseguían hortalizas y frutas. Un sistema productivo en círculo cerrado muy apropiado para una sociedad que, a pesar de su orgullo de casta industrial, no había olvidado sus orígenes agrícolas e intentaba reproducirlos a escala reducida. Creo que la nuestra fue una de las últimas generaciones que pudo entender aquel sistema, con sus singulares formas de economía. Luego las cosas comenzaron a ser distintas.

Lo más socorrido y sencillo de manejar eran las gallinas. En cualquier corral se las veía campar a sus anchas, escarbando en busca de insectos, lombrices y variadas hierbas, sobre todo la veraniega verdolaga. Ante su voracidad había que vallar los huertos para protegerlos. Aparte de huevos y carne aportaban un estiércol muy potente – la “gallinaza” – que se rebajaba con unos cuantos sacos de mantillo de “esterquera”. Así funcionaba el sistema y todo su trajín de acarreos estacionales, especialmente si se tenían conejos enjaulados, para los que algunos amigos andaban empeñados, todas las tardes, en suministrarles forrajes tiernos y limpiar sus cubículos. De los cochinos se ahorran los pormenores, pues los detalló este narrador en ocasión pasada. Si quiero destacar otro curioso beneficio animal que tuvo en Mérida un destacado papel. Me refiero a las cabras que abundaban en aquellos años, aun a pesar de que la mayoría consumía leche de las abundantes vaquerías de la ciudad-pueblo.

El gusto por la leche de cabra debió venir con los ferroviarios andaluces, pues resulta comprobable que en los pueblos del sur, especialmente los de la costa de Málaga, Granada y Almería, aun se toma el café con esa leche, por ser más grasienta y gustosa. Así es que en los corrales de muchos ferrocarrileros, quizás por su procedencia familiar andaluza, se tenía una cabra que un pastor sacaba a pastar por la mañana y volvía a su casa, con las ubres llenas, al caer la tarde. A nosotros nos encantaba ver cuando retornaba aquel rebaño, con sus ubres repletas, y lo fácilmente que cada animal encontraba su casa, mientras se arrimaban a nosotros para lamernos la mano con su lengua rasposa.

En los patios no faltaba un limonero de esos que llamábamos luneros y que solían lucir una cantidad ingente de amarillos frutos. Con su zumo se hacían refrescos o se mezclaba con el vino. Su cáscara se rayaba para hacer dulces y otras delicias. Suavizaban el rigor del verano y se aseguraba que purificaban la sangre. También se prodigaban en los corrales árboles frutales de todas clases. Los más característicos eran los melocotoneros a los que algunos denominaban “duraznos”. En verano su fruta se cortaba en trozos para macerarlas en vino tinto, cosa que a los mayores les encantaba. Los albaricoques, más comúnmente conocidos como “albarillos” eran los más tempranos y se abrían muy bien, separándose del hueso. Podía encontrarse alguna higuera en aquellos corrales, aunque no era normal porque sus raíces se apoderaban de todo el terreno y no dejaban vivir a otras especies. Lo que si se encontraba con mas frecuencia eran unos manzanos que daba frutos pequeños, dulces y ásperos a la vez, que llamaban “pereros”. Las parras eran muy propias de aquellos espacios. Daban sombra en verano, aunque obligaban a una guerra continua contra las hormigas y a la atenta defensa de las acometidas de las avispas. También se veían chumberas y no faltó quien instaló alguna colmena en un extremo de aquel alargado rectángulo. A nosotros nos producía curiosidad y temor ver manipular el enjambre de abejas, aunque el “apicultor” domestico nos aseguraba que las picaduras eran buenísimas para el reuma, algo que, por entonces, nos traía al fresco.

Por aquel universo plano y extenso del urbanismo emeritense transitó nuestra infancia. Nos resultaba familiar, por habitual, recorrer aquellos espacios tan abiertos, llenos de habitáculos, tinados, trasteros de mil usos, pozos inquietantes, bodegas que tuvieron vida, cuadras con sus inquilinos, gallineros, palomares, perros y gatos ….. Resulta difícil que los niños de ahora imaginen aquello, ubicados como están en un modelo dominado por lo vertical y sus comunidades de propietarios. Son los nuevos conceptos de una arquitectura más voluminosa, individualizada e impersonal. Ni siquiera las bestias de carga y sus carruajes animan ya los ámbitos callejeros. A pesar de ello siempre recordaremos que existió otro ritmo diferente en el que hombres, animales y plantas convivieron en las cercanías de su cotidianidad. Tal vez tuvo mejor cadencia, mas humana, a pesar de las carencias, aunque tampoco puedo asegurar que fuera como lo cuento ahora, tan idealizado. Ocurría en los lejanos tiempos de nuestra infancia.



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