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En Mérida se puede saborear el poso de la Historia. Es un aroma real y apreciable. Durante las tibias mañanas de otoño y en las insoportables noches de verano. Se percibe en las calles trazadas con escuadra y cartabón y en las suaves colinas que suben y bajan desde las orillas del Guadiana. No solo emana de la antigua fosa pétrea en donde yace el tiempo y habla el corazón del poeta. El olor del poso de la Historia se transmite de madres a hijos, de vecino a vecino; de propios a extraños. Es un modo especial, no mejor, no peor, de ser y vivir la existencia.

Alimentado por esta extraordinaria fragancia crece el poeta. No cualquier poeta, el decano de los poetas emeritenses. Rafael Rufino Félix emergió a la vida en la calle Arquitas hace nueve décadas y a la poesía poco después, como otros tantos poetas, con la excusa de hallar un amor. Un amor que encontró en las musas y algo después en cuerpo de mujer.

Su obra recorre un siglo de la historia de Mérida. Historia e historias de la ciudad y de sus habitantes. Sus versos se acercan al lector y le llevan hechos y personajes de las calles y plazas del pueblo que le vio nacer. No reúsa Rafael Rufino de comentar los hechos de la ciudad, de ponerse de parte de esta, criticando proyectos que deploraba. Quizás por eso, quizás por la magia que emana su poesía, su obra desborda su tierra chica y es reconocida con premios como el Ciudad de Salamanca o el Ciudad de Badajoz. Incluso más allá de nuestras fronteras se estudia la ingente obra de este Hijo Predilecto de la capital extremeña.

Con casi un siglo de vida continúa escribiendo y todos podemos disfrutar de sus muchas obras, compiladas en dos tomos. “Las ascuas”, “Reloj de Arena”, “Memorias de la luz”, “Como un adiós de seda”, “Reencuentro” o “Piedras vivas” nos esperan para degustar su poesía.

Ahora, sus manos acompañan en el aire a sus versos, mientras los declama, casi en un susurro. Manos impulsadas por un alma, respetuosa, elegante, que no puede permanecer inane ante la Vida. El aliento, que apenas tiene fuerza para abandonar su boca, encuentra energías para elevarse al cielo, tocando corazones, para provocar la empatía entre poeta y oyente. No es un acto inocente, viaja con intención; con el deseo de mover el pensamiento, de impulsar a la relectura, de ser rumiado por alma y mente con los jugos gástricos de las experiencias vividas, unas por el poeta, otras por quien lee el verso para, en comunión invisible y sensible poner en contacto dos universos nacidos, quizás, en el mismo poso de la Historia.

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