Álvaro Vázquez Pinheiro

y

Montserrat Girón Abumalham


El episodio protagonizado por el alcalde y el trabajador que pretendía que le “colocasen” en el ayuntamiento es poco menos que un tratado sobre las lógicas sobre la que sostiene más de un gobierno, esa lógica es la del amiguismo. La cuestión es sencilla, en un escenario de escasez, los notables que dispone de los elementos necesarios para disponer de los recursos disponibles los administran en beneficio propio, como instrumento que les permite continuar en el poder y mantener sus privilegios. No es nada nuevo, es lo que toda la vida se ha llamado “caciquismo”. Uno de los elementos sin los que no puede entenderse el régimen político español, desde el último tercio del siglo XIX.

Pero esto ya lo sabíamos. ¿Hay alguien en Mérida que no conozca a algún “nadie” que no haya disfrutado de un enchufe en el ayuntamiento? Porque no lo olvidemos, el requisito fundamental para que este mecanismo persista es la existencia de los “nadie”, aquellos que lisonjean y frecuentan de las órbitas de un poder, más o menos ilustre, esperando a que le caiga alguna migaja.

Lo único verdaderamente novedoso de todo este episodio ha sido su retransmisión en diferido a través de un audio, en el que hemos podido escuchar la negociación entre el cacique y el “nadie”, entre el conseguidor y el cliente con todo detalle. En realidad lo más sorprendente no es el contenido del audio, sino más bien el hecho de que uno de sus protagonista haya sido tan incauto, o se sienta tan inmune al castigo, como para dejarse grabar. El resto es pura rutina.

Forma parte de la manera en la que se hacen las cosas, por eso no debemos confundir la democracia con los resultados electorales, pues la cuestión no es cuál es el resultado, sino como se ha llegado a él. Sin duda alguna, uno de los elementos que lo explican es la presencia de ese sistema de control y reparto que podemos llamarlo como nos plazca: capitalismo de amiguetes, caciquismo, clientelismo.

La cuestión esencial no es que se haya difundido un video en el que un alcalde parece disponer del pan de los demás y de los recursos públicos como si de su propio patrimonio se tratara. Eso es grave, pero no nos equivoquemos. La conversación no es más que un aspecto marginar de un modo de gobierno en el que la administración de los recursos públicos se convierte en la moneda de cambio que permite sostener una posición de poder a través de múltiples mecanismos.

Lo dice el propio Osuna, “hay miles de maneras de hacerlo”: los procesos de selección, las subvenciones, los avales, los procesos de licitación, la adquisición de bienes, servicios, obras, la celebración de todo tipo de contratos y convenios que funcionan como formas de distribución de los recursos de las administraciones y del Estado, en una tierra en la que el 40% de la población vive por debajo de los umbrales de la pobreza.

En efecto, existen multitud de mecanismos, e igualmente, multitud de actores implicados en la formación de un estado clientelar, cargos públicos, pedigüeños, empresas concesionarias, particulares y agradecidos que saben que si siguen gobernando los mismos, esos serán parte de los beneficiarios de ese reparto del pastel en el que no caben todos.

Evidentemente no todo el mundo vive de ello, ni tampoco todos los votantes participan del festín, pero sí los suficientes como para que en determinadas ocasiones los efectos del mecanismo sean concluyentes. Todas las elecciones en las que se gane por la mínima, la escoria te ha robado el resultado, eso que quede claro.

Pensemos ahora un poco más allá del Ayuntamiento de Mérida el conjunto de los municipios de provincia, de la región, las diputaciones provinciales, las mancomunidades, la administración regional, las empresas públicas, organismos públicos, fundaciones, consorcios, todo un entramado institucional en el que cada uno de sus engranajes dispone de un presupuesto para gastar para sostener la red clientelar. Cada uno aportando su granito de arena para que la maquinaria colosal del clientelismo que lastra el progreso de nuestra tierra, tal y como ha pasado siempre. No es una anécdota, es una forma de hacer las cosas.




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