Antonio Vélez Sánchez
Dudo que muchos emperadores, a lo largo de la historia, tuvieran el empaque y la autoridad que lucia Luis Flores, al volante de aquella mole autopropulsada, regando las calles de nuestra infancia o cuando, por la feria, servia para asentar el polvo y diluir la sangre del ruedo de San Albín.
Era un tanque aquel camión, con sus ocho cilindros – dos bujías cada uno – el volante a la derecha, imposible de mover, salvo que las manos expertas de Flores, maestro de bomberos, lo convirtieran en una ligera gacela.
Sobre aquel camión se habían contado muchas historias, a cual más peregrina: Que si fue capturado a los “rojos” en un frente de guerra, que si estaba en el aeródromo del Escobar para intervenir en los aterrizajes de emergencia. Y también que lo habían entregado los rusos a cambio del famoso oro. Todo lo que se decía sobre aquel coloso no era más que el resultado de nuestras amplificaciones fantasiosas sobre conjeturas descabelladas. Lo verdadera historia de todo aquello fue que, tras la guerra, siendo Alcalde Miguel Sáez, se solicitó respetuosamente – no podía ser de otra manera – que se resarciera al Ayuntamiento de las requisas de vehículos que se le hicieron. De esa forma y casi milagrosamente llegó la joya referida: Un camión cisterna, modelo 1924, que estaba en la base sevillana de Tablada, no precisamente para apagar incendios, aunque sirviera también para esa función, sino para repostar combustible en los aviones de combate.
Parece esta historia un argumento mas propio de los rocambolesco episodios del Servicio de Inteligencia Británico, como si ese dichoso camión guardara una clave cifrada para el espionaje, en un momento en que por aquí – Segunda Guerra Mundial de por medio – pasaban tantas cosas que algún día habrá que relatar. Lo cierto es que no dispuso el destino que aquella fortaleza rodante se inmolara en una gran batalla sino que, mas domestica y rutinariamente, casi en el anonimato, circulara callejera y apaciblemente soltando agua para refrescar los rigores de nuestra urbana canícula. Aunque, eso si, en su glorioso honor, no seria justo olvidar que rindió su utilidad sobre los despojos de la que fuera la Capital mas occidental, la ultima sobre la que cada tarde, en los confines del Poniente, declinaba el sol del Imperio.
Cuando Flores circulaba con el solemne Hispano-Suiza, los niños le requeríamos un fogonazo largo de aquel agua, con olor a peces, que el media con habilidad de relojero, evitando que salpicara más de la cuenta a las re-blanqueadas fachadas, ante el ruego de las vecinas. Flores en eso era un señor y si respondía a nuestra petición y nos duchaba a fondo, bien sabemos que lo hacia a sabiendas de que así relajaba nuestro fragor aventurero y “guindilla”, al tiempo que nos dedicaba una sonrisa desde su potente humanidad.
La Hispano- Suiza fue la marca más emblemática en la historia de la automoción española. Nació en 1904, en Barcelona, de la mano de dos empresarios catalanes y un ingeniero suizo. Fabricó los más deseados coches del mundo. Y los mejores motores para navegar o volar. Con los aviones que motorizó la marca se contribuyo al triunfo aliado en la Primera Gran Guerra. La apadrinó Alfonso XIII y venció en los mejores Circuitos. Diseñó camiones, como el nuestro, y tras la venta al Instituto Nacional de Industria (INI), en 1946, se convirtió en el soporte técnico de Pegaso, los camiones más emblemáticos del nuevo régimen.
Nuestra reliquia rodante, tras larga vida activa, dio con sus molidos huesos de metal en su particular “cementerio de elefantes”, al sitio del Parque de Obras de la calle Atarazanas, oliendo a río cercano y soñando, desde su invalidez total, los clamores enfervorizados del redondel taurino y las voces de los niños. Triste destino para un coloso, “sic transit gloria mundi” que exclamara Ovidio en su destierro.
Avanzados los ochenta un grupo de esforzados trabajadores municipales se aplicó a la hermosa tarea de insuflar de nuevo la vida en las entrañas de aquel gigante. Fue una labor minuciosa de disección, desmontar, limpiar, ajustar, pulir, restituir piezas originales o fabricarlas al torno. Impresionó a los artífices de la empresa su inmensa y excepcional bomba de bronce. Supimos entonces porqué Luis Flores podía hacer tantas filigranas con su abaniqueo del agua. Ahí estuvieron Pepe Lechón, el de los autobuses, Antonio Rueda y Diego Acosta que después fueron, los tres, sus conductores puntuales. Obdulio Gonzalez, Miguel Perdigón, cerebro mecánico del proyecto, la sección de carpintería, la de pintura y otros profesionales. Y los concejales cercanos al asunto, Del Olmo, Prida, Durán, Barroso…. Todos hicieron posible aquella ilusión.
Una mañana volvió a bramar aquel portentoso motor, de avanzada tecnología, a pesar de sus incontables trienios. Allí estaba, al volante y en plan “sobrado”, el jubilado conductor, acariciando su resucitada criatura, y su mujer embelesada desde tierra. Feliz el personal, en la Plaza de España. La Mérida de siempre, la trascendente y la cotidiana, allí guiñándole un ojo a su propia historia.
Luego el elefante motorizado volvió a la arena de la Plaza de Toros para recibir las más fervorosas ovaciones y las más calientes crónicas, desde todas las esquinas del mundo. Y posó en la Plaza de España de Madrid, junto al Quijote y Sancho, acompañando a otros fósiles automovilísticos. Y rodó por el circuito del Jarama, recibiendo elogios en todos los idiomas.
Esa es la Historia de un camión mítico que duerme en Mérida y es del “común”, de todos nosotros. Y puestos a buscarle un paralelismo de solera, no les quepa a ustedes la menor duda de que dado el tiempo, apenas un siglo, que los automóviles motorizados llevan circulando por el mundo, este nuestro, construido en los años veinte del pasado siglo, es tan exclusivo como el Teatro Romano. En resumen: un monumento irrepetible, Patrimonio de la Humanidad.
¿Porque no?