Antonio Vélez Sánchez


 Cuando éramos niños tocábamos el tiempo pasado, hurgando en la memoria de nuestros mayores. Así supimos que Mérida, avanzado el diecinueve, inició su escalada  emergente, gracias al impulso del ferrocarril. Mas atrás quedaban los tiempos en los que llegar a Madrid costaba tres días, en traqueteantes carruajes tirados por caballerías. La deslumbrante modernidad tecnológica nos abría las puertas de la curiosidad comparativa, entre los modelos de confort que habían jalonado la historia. 

     La fracción dominante de la sociedad emeritense procedía de la Desamortización, la de Mendizabal y después Madoz.  La flamante burguesía, venida de fuera, se había hecho de las fincas que fueron de los Ayuntamientos y de las Ordenes Religiosas, a través de subastas, en muchos casos amañadas.. Esa fue la singular “revolución burguesa” española, auspiciada desde el Estado y criticada por intelectuales, como  Espronceda, que vieron perderse la ocasión de articular una amplia  clase media. Se impidió con una argucia muy sencilla : Hacer lotes de grandes superficies a los que  solo pudieron pujar la aristocracia y los adinerados, no los pequeños labradores y los “yunteros”.

    Mérida, a partir de ese error histórico, fue una sociedad mayoritariamente pobre dado que los medios de producción se concentraron en pocas manos y las buenas tierras de labranza ya se habían perdido en las segregaciones de  Almendraléjo y Montijo. Aun así el ferrocarril impulsó el despegue y Mérida se pertrechó de industrias transformadoras y de un comercio notable. La estabilidad política de la Restauración ( liberales y conservadores en alternancia ) y el volumen exportador de materias primas, durante la primera guerra mundial, favorecieron a la Ciudad que avanzó, el primer cuarto del siglo veinte, con los mejores auspicios. 

    Con este panorama de fondo, alrededor de una burguesía amiga de justas literarias, José Ramón Mélida excavó el Teatro romano por voluntad política de Romanones, Ministro con el liberal Canalejas y luego Presidente del Gobierno. La gigantesca e indiscutida talla intelectual de Mélida, “padre de la arqueología española”, inmortalizado por Sorolla y Pinazo, proyectó a Mérida de cero al infinito. Y sobre la mágica realidad desenterrada se abrazó todo un pueblo a las columnas enhiestas de aquel milagro.

     Vimos de niños las fotos de los nuestros, entre aquellos mármoles solemnes, vestales  de tono decadente, en el despreocupado ritmo de los felices veinte. Grupos de domingos- tarde, etiqueta elegante, trajes cruzados ellos, atuendos “charlestón” las damas. De tal guisa nos mostraron las  instantáneas que atrapaban su propio tiempo, en la cúspide del esplendor y la belleza, en el centro de un ciclo de abundancia.

     Aseguran los expertos que el reventón de la Bolsa de Nueva York, el famoso “Martes  Negro”de  Octubre del veintinueve, se empezó a gestar años antes, cuando la economía de posguerra entro en su fase especulativa. Algo así como esta ocurriendo ahora, pero mas salvajemente todavía.  La ola llegó hasta aquí y se llevó por delante, primero a la Dictadura de Primo de Rivera, a pesar de sus afanes regeneracionistas, y luego al propio Monarca, mas empeñado en su vida privada que en resolver los problemas de todos. La  sociedad española se aferró a la Republica como bálsamo salvador. El fascismo italiano y el nazismo alemán cegaban a Europa, deslumbrando  con su brillo aparatoso el vacío de las ilusiones colectivas.  Y en esas circunstancias llegó Medea a Mérida, aquel  dieciocho de Junio del treinta y tres, cuando el Matadero Industrial, nuestro buque insignia hacia el progreso, estaba ya casi en quiebra técnica.

    En la tarde de aquel día se presentó el engolado y aristocrático Embajador italiano con un ramo de laurel, de las laderas del Capitolio, que enviaba a Mérida el Alcalde de Roma. En la recepción del Ayuntamiento coincidió con Manuel Azaña, el Presidente del Gobierno Republicano, que en sus memorias significa al joven diplomático como terne, es decir obstinado, aunque quizás quiso decirle pesado, cargante. Aparte de calificar aquella recepción de “confusa y desarreglada, como las comedias de Lope”, escribe que Rafael Guariglia “soltó un discurso, manejando el Imperio, la cultura romana y otras entidades, en el modo fascista”. Y sigue contando : “Le contesté sorteando la dificultad de no aceptar lo fascista y ser amable con la “fraterna” Italia. En fin, todos romanizados, todos latinos y muy contentos”.

   Siempre me ha llamado la atención ese encuentro, en aquella encrucijada de la historia.  Tanto como me sugiere un cuadro, colgado en la pared del Archivo  Municipal, con una artística foto del ramo, a tamaño original. Es evidente que aquella oratoria hueca y grandilocuente del embajador Guariglia, llenaba la vanidad de los  políticos emeritenses, en tal medida que encargaron aquella foto a Bocconi, retocada y  multicolor, para perpetuar el momento. Es posible que muchos me critiquen tanto preliminar para tan corta conclusión. Pero seria justo apreciar, también, que ese ramo de laurel y aquel encuentro, contienen las claves por las que una clase social ilustrada se cegó con los fulgores huecos de una ideología de opereta, hasta el extremo de romper sus frenos.  

     Ocurría en Mérida, aquella jornada de Junio del treinta y tres. Y nadie se apercibió del preludio de la tragedia salvo Azaña, a tenor de las puntualizaciones de su diario. Lo curioso del asunto es que el ramo de laurel, ni siquiera era del Capitolio. Había sido cortado en el Madrid republicano, antes de que el joven embajador emprendiera viaje hacia Augusta Emerita, la hija mimada de Roma. Al menos aquella tarde. Y de “boquilla”.  

 

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