Antonio Vélez Sánchez


 

En las eras cercanas a la Plaza de Toros, apuntando el verano, se trillaba el cereal, con aquellos armatostes de ruedas de hierro, para luego “aventarlo”, con horcas de madera, hasta que el grano, mas pesado, caía al suelo y la paja era desplazada por el viento. Durante el resto del año aquellos espacios, más o menos redondeados, servían para que los niños jugáramos al fútbol.

Mas abajo, hacia el río, estaba “el Chorrillo”, con su chabolas en cuesta y mirando, en la otra orilla, el “Barrio Bizcocho”. Por los “andurriales” cercanos destacaban los Columbarios”, solemnes tumbas romanas, el cuartel de la Guardia Civil y la “casa del latero”, otro mausoleo de patricios. En la mitad, el polvoriento camino de Don Álvaro, por el que nos escapábamos hacia Cantarranas y los arenales de un Guadiana virgen.

Nada rompía la rutina de aquella infancia, reflejada en un río perezoso al que nos acercábamos con precaución, siempre de “tapadillo”, por el terror de nuestros padres a sus aguas turbias y a los ahogados cíclicos. La Ciudad se conectaba por carretera, hacia los mundos del sur y el oeste, a través de su Puente Romano. Todo el traqueteante trafico que vomitaba, o se comía, animaba las calles Morerías, Almendralejo y Marquesa de Pinares, buscando las rutas de Madrid y Cáceres o, al revés, las de Sevilla y Badajoz.

Apenas había doblado la década de los cincuenta cuando empezaron las obras. Un nuevo puente se construía, mas abajo de la loma de San Albín, para aliviar al que llevaba aguantando la carga casi dos milenios. No pareció vibrar Mérida en consonancia con tan colosal obra. Quizás porque se navegaba entre carencias generalizadas, ciclos de cosechas redentoras o trágicas, y ni el Matadero o la Estación estaban en el trayecto del nuevo vial. Incluso a nosotros, aquel monstruo, nos machacaba algunas de las rutas habituales, invadiéndolas con toda clase de materiales, hierros, encofrados, maquinaria y elementos auxiliares para dar respuesta al atrevimiento del ingeniero Fernández Casado. Aun así creo que con ella empezamos a entender lo que significaba el progreso. Mi padre, que admiraba el maquinismo y los avances tecnológicos, nos lo transmitía con pasión, hablando de los Ingenieros de “Caminos, Canales y Puertos”, punta de lanza del ansiado desarrollo que llegaría, años después, de la mano de los tecnócratas. A la hora de comer se explayaba ensalzándonos las soluciones técnicas del singular puente, su “hormigón pretensado”, un avance que arrancaba por entonces, y la dilatada luz de sus arcos, sesenta metros, un inaudito y atrevido vuelo entre pilastras. Era como si en Mérida se adelantara el futuro con una obra tan audaz.

Aquella ladera presentaba el aspecto de un campo de batalla, penetrando en el río, invadiéndolo con enormes dados de hormigón, lastrados de argollas, para ser transportados por las grúas y situarlos, a modo de ataguías, para derivar las aguas en la cimentación de los pilares. Muchos todavía siguen allí, en manifiesto desorden, provocando torrenteras, por las que, luego, nos lanzaríamos veloces, luchando contra la corriente y la adrenalina. Nos llamaba la atención, por las películas de submarinos y buzos, el manejo de las campanas neumáticas, para trabajos subacuaticos. Bajo ellas operaban los hombres, por espacios cortos y recibiendo aire a presión, abriendo cimientos, clavando pilotes, inyectando cemento….

Una empresa de Mérida, el “Taller de Cantería de Conrado”, situado tras el puente de Albarregas, en el triangulo donde entroncaba la carretera de Cáceres con los caminos de “El Sapo”y Esparragalejo, tuvo el destacado papel de trabajar el granito visto de los paramentos. Fue una gigantesca labor, con seis docenas de operarios, “picando” la piedra, a destajo. Como anécdota de aquella ingente tarea habría que señalar que dos herreros se encargaban, en exclusiva, de afilar los punteros. La resultante fue, sin duda, una de las referencias mas distinguidas en la estética de este puente extraordinario. Puso Fernandez Casado especial empeño en que la piedra de su obra luciera ese abujardado, a la antigua usanza, para imprimirle carácter y estilo “romanos”. Le hizo ello congeniar con los patrones “picapedreros”, frecuentando con regularidad su taller. Seguramente porque, según se recuerda todavía, aparte de programar las tareas, el Ingeniero admiraba el vino de pitarra y el jamón de Montánchez, lugar del origen generacional de aquellos artesanos.

Hubo un solo accidente laboral con resultado de muerte, la de un joven trabajador al que golpeó, en la cabeza, el pesado gancho balanceante de una grúa. También circuló la sobrecogedora leyenda de un Ingeniero de Estructuras, supuestamente francés, que se suicidó, al no ser capaz de mantener la estabilidad de las tablas del forjado viario. Sin embargo, a pesar de indagar incansablemente, nunca después pude corroborar que aquello fuera cierto. Tal vez el vulgo basó en otra obra o lugar el supuesto pasaje, llegando a nosotros distorsionado. Quede, pues, en el baúl de esos misterios y mitos que forja la infancia y perviven con vocación de irresolutos, a pesar de que este ocupó un destacado espacio en los espantos, comidillas y morbos de nuestros corrillos. Tal vez un día reaparezca con vocación de desenlace, quien sabe.

Hay mil detalles técnicos sobre el altanero viaducto, aunque este narrador solo ha pretendido soltar puntuales amarras de sus emociones de entonces. Para la crónica oficial queda su estreno, en fecha señalada, el dieciocho de Julio del sesenta, con guión patriótico-propagandístico al uso, más o menos como ahora. Confieso, no obstante, que lo que aun guarda mi mente son las imágenes primitivas de aquellos escenarios, del Chorrillo y la Plaza de Toros, flanqueando unas eras en las que pateábamos un balón de goma o de cuero. Con el zafarrancho de las obras y sus incipientes arcos, armados sobre las tramoyas de madera. Tanto pesa ese recuerdo que, cuando circulo por el “Puente Nuevo”, presiento que estoy enfilando el inevitable camino de retorno a los cuarteles de invierno de la memoria.



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