Antonio Vélez Sánchez

Ex alcalde de Mérida


El romanticismo, ese periodo en el que la creación literaria se arrebata, en un impulso de lucha por la libertad del hombre y de los pueblos, generaliza la pasión por los viajes, en el afán de descubrir nuevos lugares, otras civilizaciones. Ya había marcado Lord Byron su sello, al compás del iniciado siglo diecinueve, luchando por la independencia de Grecia y muriendo en el empeño. Es un periodo histórico en el que se imponen los sistemas de transportes “rápidos”. Y son las diligencias las que alcanzan las mejores cotas de tiempo y regularidad en las conexiones entre ciudades.

Mariano José de Larra es un notorio y singular exponente de esa corriente, en España. Había nacido en Madrid, en 1809. Su padre, un medico afrancesado, creía en los postulados del progreso, en la seguridad de que los Bonaparte los encarnaban en Europa. Su abuelo paterno, Administrador de la Real Casa de la Moneda, era un patriota tradicionalista. Así es que los antagonismos los tenia servidos en su propia casa. Tras la Guerra de la Independencia, con sus padres exiliados en Francia, Larra estudia en un internado de Burdeos, durante cinco años, hasta que vuelve a España. En 1828 comienza a publicar sus artículos en distintos periódicos, con variados seudónimos, entre los que destacó el de “Figaro”. En uno de ellos, “La Diligencia”, de Abril de 1835 Larra ensalza el valor de viajar, de descubrir horizontes nuevos, de la libertad que le apasiona, y dice que “los tiranos, generalmente cortos de vista, no han considerado que las ideas se agarran como el polvo a los paquetes y viajan también en diligencia”.

Las diligencias habían significado, en toda Europa, un impulso excepcional en las relaciones humanas, solo superado por el que luego marcó el ferrocarril. Hasta entonces las posibilidades de desplazarse habían sido anárquicas y mas bien individualizadas. A partir del establecimiento de servicios regulares, con sistemas de “postas”para cambiar caballerías, se llegaron a alcanzar velocidades constantes de hasta ¡¡ dieciséis kilómetros a la hora ¡¡, un autentico vértigo. Así recorrieron España, Alejandro Dumas, Teofilo Gautier y Prospero Mérimée, entre otros, para escribir sobre los asombros y decepciones que les procuraron aquellas ventas, posadas y fondas, con su gastronomía tan recargada de ajos, las vicisitudes de los caminos, con unos bandoleros incorporados a la inseguridad, las sorpresas grandiosas de nuestros monumentos o las pintorescas del folklore y sus tablados.

Con ese panorama general, que animaba en Europa la impronta viajera, partió Mariano José de Larra de Madrid, en 1a primavera de 1.835, camino de Lisboa, Londres y Paris, coincidiendo con la fecha del articulo de “La Diligencia”. Se añadía la circunstancia de que rota la relación con su amante, Dolores Armijo, esta vivía temporalmente en Badajoz para poner tierra de por medio. Larra, invitado aquí, por su amigo el Conde de Campo Alange, pretende verla sin, conseguirlo. Reanuda así, desesperado, su periplo viajero, “sintiendo oprimido el corazón y con una lagrima asomando a los ojos….”.

Antes, había escrito Larra : “Durante tres días rodando por el vacío, hacia el fin del cuarto se dibujaban, en el fondo pálido de un cielo nebuloso los confusos y altísimos vestigios de una magnifica población. Eran las ruinas de la antigua Emérita Augusta”. La cantidad de adjetivos que dedica a lo que contempla es digna de la mejor antología de piropos y reproches a este embudo entre colinas gastadas. Larra queda maravillado de la grandeza de los restos, de la “gran osamenta pétrea”, del “niño dormido en los brazos de un gigante”, pero también dramáticamente decepcionado de la incultura circulante y del escaso interés por tan formidable herencia. Son los males de España, reflejados en Mérida, los que suscitan su discurso derrotista. Es su gran decepción ante tanta incuria lo que desborda, como hombre cultivado y moderno, sus quejas ante tanto abandono. Es Larra en estado puro. Y Mérida su gran excusa para amplificar, en su articulo, publicado en dos partes, en el “El Mensajero”, los días 22 y 30 de Mayo de 1.835, la tragedia de España. Hay una anécdota excepcional en esa visita y se refiere al descubrimiento, no mucho antes de su llegada, del gran mosaico “nilótico”, colgado en el Museo, con el caballo Pegaso, pigmeos devorados por cocodrilos, las cuatro estaciones y el bucólico poeta Teócrito en el centro. Cuando lo contempla, se lamenta del deterioro que puede padecer : “ Habiendo quedado a la intemperie, bastaría una cantidad muy pequeña para construir un cobertizo”, implora. Se dio posteriormente la circunstancia de que un zahorí proclamó que debajo de ese mosaico había un tesoro. De esta forma la codicia excavadora lo mutiló gravemente, aunque pudo “restañarse” gracias a que, antes de la visionaria predicción, se había dibujado. Hace algunos comentarios sobre la decadencia de la Ciudad y termina su articulo con un elevado ritmo poético : “ Proseguí mi viaje, lleno de aquella impresión sublime y melancólica que deja en el animo por largo espacio la contemplación filosófica de las grandezas humanas……..”.

Mariano José de Larra pasó por Mérida, huyendo de si mismo, para encontrarse frente a su descomunal presencia, y le rindió tributo, al tiempo que apaciguaba su animo maltrecho. Y lo hizo con una medida de admiración que nadie mas superaría. Dada la gigantesca figura que representa Larra en la literatura universal, Mérida deberá estar, siempre, agradecida a su casual presencia. Vino en diligencia, desde Madrid, tras rodar cuatro días, por caminos polvorientos y sufrir las incomodidades de los alojamientos de la ruta. Quedó absorto al mirar tantos vestigios, arruinados y solemnes al mismo tiempo. Difícil será que alguien cante lo que vio, de la manera que el lo hizo, desde el alma de un romántico arrebatado que se otorgaba una tregua en su naufragio personal.

Apenas dos años después de pasear por Emérita, Larra puso fin a su vida de un tiro en la sien. Aseguran algunos, con evidente morbo, que lo hizo ante un espejo. Ocurrió en Febrero de 1.837, mientras Madrid vivía el esperpento de su Carnaval. Y Mérida le rinde tributo en los rótulos de una calle que lleva su nombre. Una calle apacible que siempre tuvo árboles.

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