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Antonio Luis Vélez Saavedra


Ando leyendo el estupendo libro de Juan Luis Arsuaga y Juanjo Millas ‘La vida contada por un sapiens a un neandertal’. En él, la potencia divulgativa del paleontólogo se combina con el ingenio del escritor, para descubrirnos lo que aún permanece entre nosotros de nuestros ancestros, escondido en nuestra vida cotidiana, para demostrar que la prehistoria no es cosa del pasado, y que las huellas de la humanidad después de milenios se pueden encontrar en cualquier lugar, en un restaurante, un supermercado, o paseando por una zona verde de nuestra ciudad.

Estas huellas seguramente sean menos evidentes en las grandes ciudades, donde la relación de las personas y la sociedad con la naturaleza se encuentra a mucha mayor distancia de la que nos encontramos en regiones como Extremadura, donde las ciudades vienen a ser una especie de pequeñas zonas asfaltadas en medio de la amplitud del medio natural en el que se ubican.

Es por ello que la cultura del aprovechamiento de los recursos que proporciona el entorno se mantiene en la actualidad en cierto modo como lo hacían los recolectores y cazadores de la prehistoria. Quizás la mayor diferencia es que en el pasado las actividades de caza y recolección eran esenciales para la subsistencia, y no me voy más allá del siglo pasado en España, mientras que ahora son actividades más relacionadas con el ocio y la salud. Por ejemplo la caza y la pesca siguen siendo muy populares, pero no hace mucho eran ocupaciones que complementaban la despensa y la economía mientras actualmente se contemplan como deportivas y para aficionados. También pasa con la recolección, la búsqueda de vegetación comestible ya sean espárragos, cardillos, setas, o las codiciadas criadillas de tierra o de frutos del otoño como las nueces y castañas es una afición popular que en Extremadura es de práctica obviamente más habitual que en las grandes ciudades.

Pero es que también podemos contemplar esta actividad tan ancestral sin tener que desplazarnos al campo, y en el interior mismo de nuestra ciudad habitualmente se practica esa recolección en los mismos parques y zonas verdes de Mérida. No es raro hoy en día encontrar a paseantes por La Isla con una bolsita donde echar unas hojas de laurel, o algunos brotes tiernos de verdolaga o borraja, o unas ramitas olorosas de tomillo y romero. Me recordaba esto a cuando mi abuela Justa me enviaba a recoger brotes de eucalipto con los que se preparaba unos vahos descongestionantes como medicina natural, o las ramitas de hinojo con las que atravesar las berenjenas en vinagre.

No hace mucho también me llamó la atención ver a un grupo familiar magrebí, con cierto riesgo por el tráfico, en la pequeña isleta central de la Av Fernández López recogiendo una buena cantidad de dátiles de las palmeras que allí se encuentran. Más habitual es, en los pinares que separan el polígono industrial El Prado del rio Guadiana, encontrar a personas varear los árboles para caer las piñas con su preciado contenido, o incluso en la misma avenida Reina Sofía, recogiendo las aceitunas de unos olivos a la altura del hotel Velada.

Ese aprovechamiento de los recursos existentes en espacios naturales de las ciudades es el origen de conceptos más actuales como los de agricultura urbana o parques comestibles o el más popular de los huertos urbanos, huertos como los que existieron en Mérida desde la época de los romanos en las márgenes del Albarregas.

Sin duda toda actividad que suponga dedicarle un tiempo ya sea a pasear, buscar, cultivar o, en definitiva, realizar cierto ejercicio físico mientras nos comunicamos tanto con nuestro entorno como con nuestro pasado recolector sin duda tiene muchas facetas positivas, aunque seguramente la más destacada sea el llevarle la contraria a la moda de estos tiempos, que no es otra que el que nos traigan la comida a casa. Así que, aunque solo sea por lo del colesterol, intentemos ser un poquito más como los antiguos Neadertales y Sapiens para evitar convertirnos en los nuevos Homo Sedentarius.




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