Mayte Palma


Cuando Rodrigo llegó a su casa suspiró como si el alma se le escapara por la boca. El silencio era abrumador. A lo lejos la ciudad empezaba a iluminarse como una feria y el bullicio se perdía en la lejanía. Dejó las maletas en la entrada, se quitó los zapatos y el abrigo, encendió una pequeña lámpara en el comedor y se fue directo al baño. Él era práctico, ahorrativo, pero esa noche llenó la bañera de agua caliente, puso música en su móvil y se sumergió intentando que todos sus músculos se relajaran y su mente se fundiera en negro, desconectarse como un pequeño electrodoméstico y esperar a que la temperatura del agua le invitara a salirse.

El invierno tardío le tenía amargado porque el calor no le gustaba. Sufría de hiperhidrosis y las estaciones de calor como la primavera y el verano le quitaba la vida. Se libró del servicio militar por el exceso de sudoración en las manos. Durante años había visitado a un montón de especialistas que le mandaros tratamientos que no mitigaron aquel problema hasta que probó con el último remedio, el Botox. Desde que aquello empezó a funcionar la vida de Rodrigo cambió y no sólo en su ánimo, también en su trabajo, en las relaciones sociales y sobre todo con las mujeres, un tema del que había estado huyendo durante bastante tiempo.

El último viaje había sido fructífero, lleno de sorpresas y muy ilusionante, aunque el cansancio le pesaba demasiado. Sentía, cada vez que llegaba a su casa, un triste desarraigo. Le gustaban las macetas pero no tenía ninguna, le gustaban los animales de compañía pero no podía tener uno, quería encontrar el amor y el tiempo que poseía, era tan poco, que ni eso podía tener. En la bañera, con los ojos cerrados y escuchando a Chopin, se imaginaba en otro espacio, alguien le llamaba para cenar, una pequeñaja abría la puerta del baño con una enorme sonrisa, le llegaba un olor delicioso de comida recién horneada…imaginaba una vida normal con una familia a la que protegía y que le protegía. El agua tibia le despertó de aquel sueño estéril y salió de la bañera entre triste y desilusionado al mirar hacia la puerta y no ver otra cosa que un trozo del pasillo de su piso vacío.

La noche terminó de cubrir la ciudad como un velo negro de luto. Algunas estrellas luchaban por brillar pero las luces de las calles se las comían. Cenó poca cosa pues su frigorífico guardaba pocos secretos y su estómago aún tenía restos de la comida insulsa del mediodía. De pronto recordó la blancura de los brazos de Alina, la mujer con la que había compartido el despacho en esas dos semanas de trabajo en Múnich. La sonrisa de Alina se había quedado en su recuerdo como una pegatina de brillos adolescentes. Sus grandes ojos azules, al recordarlos, le hacía estremecerse. En su memoria intentaba buscar cuándo fue la última vez que se había sentido así, tal vez nunca, pensó con una tristeza infinita. Tumbado en el sofá blanco cerraba los ojos intentando rememorar las horas vividas con ella fuera del trabajo. Alina era una chica sencilla de un pueblo del estado de Baviera perdido entre las montañas, de una familia humilde de ganaderos que habían trabajado duro para que su hija tuviera un futuro mejor. Tenía la voz dulce, calmados ademanes y, hasta lo que él había podido ver, pocas rarezas. Era sincera, más bien seria pero con la risa fácil, y culta, muy culta sin alardear de ello. Las horas que compartieron fueron para Rodrigo como savia para hacer florecer sus ramas amargas de la soledad y el tremendo aburrimiento que la vida le ofrecía a diario. Se dieron todos los datos de redes sociales, teléfonos, morada…con la esperanza de volver a verse fuera del trabajo. Alina escribió, en una hoja de papel de su diminuta libretita, con una letra como de imprenta antigua, no solo las direcciones, también la frase de un filósofo griego que le daba una esperanza, una ilusión, y que hacía que aquella noche fuera, sin dudarlo, la mejor noche de su vida…

“Alina escribió: Puedes descubrir más sobre una persona en una hora de juego que en un año de conversación” Platón.



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