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Antonio Vélez Sánchez

            Ex-Alcalde de Mérida


Los cincuenta se acercaban a su mitad y Mérida no había descubierto aun su  glamorosa teatralidad, con los actores de moda insuflando vida a unos mármoles recolocados.  Si acaso el matadero industrial y la Estación marcaban la diferencia sobre la vocación  de un entorno rabiosamente agrícola. Nuestra referencia de gran urbe, cercana y lejana al mismo tiempo, era Sevilla, la metrópoli del renacimiento y el comercio con las Indias. El puerto, los buques y los edificios de una ciudad deslumbrante, remodelada para de la Exposición Iberoamericana del veintinueve, lucían en el largo pasillo de la casa de mi abuelo, fotogramas coloreados al gusto de la época, evidenciando que el entonces joven patrón había asistido a los fastos de la capital del Betis, mientras la dictadura se desinflada y la monarquía tocaba fondo.

      Mi padre, seguidor apasionado del Bilbao, como ocurría con la mayoría de los trabajadores del ramo industrial y ferroviario, llegó a casa diciendo que el sábado nos íbamos a Sevilla, que el domingo jugaba el Athletic en el “campo” de Nervión y era  una de las últimas oportunidades de ver, al completo, aquella orquesta ofensiva que formaban  Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gainza, los “cinco magníficos”. El que mi padre quisiera llevarme de “recolguin”, regalándome el acontecimiento, hizo que  devorara con ganas redobladas el monótono cocido. 

       Un viaje en tren, mercadillo ambulante y paradas interminables frente a edificios de rótulos evocadores, Zafra, Llerena, Guadalcanal, Cazalla, Tocina, Los Rosales, daba alas al deseo de llegar a la meta soñada. Y al fin la majestuosa estación de “Córdoba”, con la filigrana mastodóntica de su hangar metálico, me hizo calibrar el singular empaque del lugar al que llegábamos.

       Nos alojamos, mirando el puente de San Bernardo, en la casa de unos parientes, recuerdos de la guerra de por medio, que eran incondicionales de un Sevilla que por aquellos años peleaba en la cabeza liguera, frente a los otros cuatro o cinco equipos grandes. Era la época de Campanal segundo, el gimnástico y saltador defensa central de aquel equipo que era otra máquina de fabricar futbol. El choque había despertado tanto  morbo que no había otro tema de conversación.  

      La tarde del Sábado, debía ser primavera o comienzos de otoño, la dedicamos a pasear por la Plaza de España y el parque de María Luisa, que arropaba los edificios representativos de aquella exposición de antes de la guerra : El Teatro de la Exposición, el Lope de Vega, los pabellones de las Naciones del Nuevo Continente, la Plaza de América con sus palomas y los vendedores de semillas para que los niños sintieran la cercanía de las aves, la gran mole semicircular de ladrillo y azulejos que había diseñado Aníbal González, con su canal navegable para  barcas de turistas. Allí en aquella gloriosa arquitectura, en la que aparecían los países americanos y las provincias españolas, tambien estaban Cortés y Pizarro, esos cercanos héroes que colmaban  nuestro orgullo provinciano. Fuimos luego al gran rio domesticado, con sus puentes, el levadizo y el de Triana, y los barcos grandes. Y en ese barrio, frente a la Maestranza, subimos al tranvía desde el Altozano para probar aquel traqueteante artilugio.

      Al anochecer, la sorpresa que mi padre reservaba era el cine y una película de humor que interpretaba, entre mil descabelladas peripecias, Fernando Fernán Gómez. Su título era “El sistema Pelegrin”, con argumento, tambien sobre futbol, de Wenceslao Fernández Flores. Era la gloria ir a un cine de estreno, que en Mérida ni soñarlo.

      Algo que me impactó fue lo popular que resultaba la venta de pescado frito, en pequeños locales con  sartenes de aceite hirviendo. Como ocurría en Mérida con los churros, la gente esperaba turno para llevarse cucuruchos de papel estraza con acedias, boquerones, pijotas y chocos. Sevilla, sin duda, era otro mundo, mucho más variado que el nuestro.

      El domingo madrugamos, para trillar el centro, el barrio de Santa Cruz, sus callejuelas, los Reales Alcázares, la Catedral, la calle Sierpes…. Y luego la gran sorpresa, porque nuestros animados parientes convinieron en ir a Capuchinos, donde estaba la famosa cervecería “Baturones” donde se tiraba la cerveza “al grifo”, cosa novedosa que por entonces no estaba muy generalizada. Era inmensa y lo que más recuerdo, aparte de las cestas con gambas, camarones y “cañaillas”, son los “colines” en forma de gafas, como ochos, que nunca había visto.  Y que probé levemente, por primera vez, aquel líquido amarillento amargo y espumoso que tenía su fábrica allí cerca, junto al humilladero de “La cruz del campo”.

        Del partido, por la tarde en Nervión, todo descubierto, recuerdo la triunfal salida a la carrera, de la escuadra bilbaína, justo debajo de donde nosotros estábamos, pegados al callejón de vestuarios. Aquel vetusto estadio bramaba, lo recuerdo aun como si estuviera allí después de tanto tiempo. Ganó el Sevilla, para disgusto de mi padre y alegría de los parientes. Para enjugar el trance nos fuimos otra vez al cine. Y fue una gran traca, porque vimos nada menos que “Las minas del rey Salomón”, con Stewart Granger y Deborah Kerr. Y el lunes, muy temprano, volvimos a Mérida en un taxi que retornaba de un servicio. Cosas de mi padre que se movía muy bien en todos esos vericuetos de las amistades.

        Los ojos de los niños impresionan para siempre las instantáneas que componen el mosaico de sus recuerdos. Aun me pasa cuando evoco aquellos dos dias de Sevilla, junto a mi padre, tan dispuesto a descubrir una sorpresa detrás de cada esquina. Y estoy seguro que nunca podría olvidarlos aunque viviera mil años.



 

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