Antonio Vélez Sánchez

Ex-alcalde de Mérida


No se recuerda que fuera excesivo el aparato musical de las tragedias mas notables del “marco incomparable”. Mas bien se reducía a trompetería y tambores, mas o menos cargados, significando la llegada de los esclarecidos caudillos, protagonistas de las tramas. Resultó por eso genial que en la versión del “Edipo Rey” de Sófocles, en el ochenta y dos, José Luis Gómez , cerebro del soberbio montaje, sentara en la escena a Enrique Morente, fundiendo melodías bizantinas y “cante jondo”, o sea el Mediterráneo en estado puro. Como un par de años antes, en la Lisístrata de Martínez Mediero, hiciera Miguel del Barco, de manera genial y delicada, con los cantos mas populares, de los “quintos” y la trilla, de Extremadura.

Lo que si recuerda este narrador, en esta comba melómana, es el que está en la memoria del Teatro Romano de Mérida como uno de los espectáculos mas trepidantes de su historia. Llegó, el verano noventa y tres, de la mano de Mario Gas, un personaje bien identificado con este recinto insuperable. Se ceñía al famoso musical que, tres décadas antes, sobre el original texto de Plauto, su inmortal “Miles Gloriosus”, había llevado al cine Richard Lester, con un Búster Keaton ya viejo en el papel de “Erronius”. La trama del Golfus era el eterno enredo de una Roma superurbana, con sus cuadros costumbristas, amores y líos entre siervos y señores, soldados y burdeles. En el medio, la figura de un patricio que busca a su hijo raptado, veinte años atrás, por los piratas.

Este Golfus que Mario Gas trajo, para mayor gloria suya y de Mérida, fue arrollador desde el principio hasta el final, sin posibilidad de respirar ni retener la sonrisa y las carcajadas, con actores de lujo, como Javier Gurruchaga, Gabino Diego y José Maria Pou. Fue uno de esos espectáculos que bien podría haber aguantado todo un verano, como los musicales legendarios, sin perder un ápice de interés.

Lo que este narrador pretende resaltar, en el marco de aquel Golfus increíble, es una circunstancia sin la que, seguramente, el éxito no hubiera sido el mismo. Me refiero a la destacada participación que tuvo en la logística de aquel montaje un emeritense irrepetible : Jesús Rodas. El fue, en cierto modo, el Reyes Abades de aquella puesta en escena, el “procurador” de efectos especiales, artilugios y otros inventos que conforman el esqueleto y la “furrieleria” de tales retos escénicos. Es verdad que para esas historias se prestaba el recordado personaje, por cuanto nada le paraba ante cualquier empeño, desde domesticar el fuego o hincarle el diente a cualquier fregado por duro que resultara. Alguien capaz de llevar adelante su pequeño imperio empresarial, combinando una natural predisposición altruista de animador social y carnavalero de vocación, como un niño grande, abierta su capacidad para los asombros.

Volviendo al hilo del Golfus, comenzaba la función con una escena del Teatro, casi a oscuras, simulando un amanecer grisáceo y desapacible, entrando un autobús antidiluviano, morro largo y traseras redondas, de aquellos que salían en las películas americanas de los cincuenta, conducido por Jesús, de túnica y laurel, como no podía ser de otra manera. De ese autobús bajaban los actores que harían la función, ambientada siglos antes en la antigua Roma. Y empezaba el musical : “Algo sencillo, algo ostentoso, una comedia vamos a representar…….”. El arranque empezaba a ponerte la piel de gallina por lo sugerente y rítmico, “in crescendo”, que resultaba el asunto. Y ya hasta el final, sin parar.

Sin la clave de aquel destartalado y arcaico vehículo, procedente de un desgüace y que, increíblemente, había cobrado vida en las manos de Rodas, la obra no hubiera resultado igual, porque aquel inicio, a máxima tensión, con los espectadores entregados, ponía el larguero en un punto irreversible de éxito seguro. Jesús habilidosamente, a modo de un híbrido entre relojero y prestidigitador, había insuflado el alma mecánica suficiente para que aquel viejo cacharro circulara, motor redondo, por la inmensa escena, el volante en las manos de quien tantas veces fuera extra sobre la misma arena.

Esta es una historia mas, entre sencilla y mágica, propia de las noches teatrales y sorprendentes de una Mérida cuajada de anécdotas, las de su “marco incomparable”. La que cuento me hace creer en los milagros, porque como tal debe considerarse el hecho de que las ruedas de aquel fósil rodante hilaran mas de una vuelta bajo las inmortales columnas. Sin su estrafalaria pero contundente presencia aquella función hubiera ido por otros derroteros. Las cosas de Mérida y sus personajes, tan pegados al terreno, tan orgullosos de lo suyo, eso que los franceses llaman “chauvinismo”.

Pocos años después Jesús Rodas partió hacia la eternidad, dejándonos huérfanos de sus “locuras”. Tal vez ande por la oficina cósmica de objetos perdidos, como responsable de la sección de vehículos averiados.

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