Antonio L. Vélez Saavedra


Estamos hechos de historias, reales o inventadas, nuestra imaginación y nuestra vida se alimenta de ellas. Desde los cuentos de cuando éramos niños, a la ficción de otros mundos de los libros o el cine. De los sucesos sociales, ‘chinchorreos’ de la vida de los demás, ya sean de la Reina de Inglaterra o del vecino de al lado, hasta la Historia con mayúsculas de nuestros antepasados y nuestra especie, desde la historia en mármol de los romanos hasta los circuitos de silicio de la era de internet. Desde el descubrimiento de América a la llegada de robots a Marte, todas ellas forman parte de nuestra fascinación individual y como especie por nuestra propia existencia, la que Nabokov definía como ese instante de luz entre dos eternidades de oscuridad.

Y tanto es así, que, cuando nos marchamos, nos llevamos tantas y tantas historias, las que aprendimos, las que nos contaron, junto con todas las vividas. Lo describía perfectamente Gabriel García Márquez a través de Aureliano Buendía, cuando “frente al pelotón de fusilamiento había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. O a aquel replicante de Ridley Scott, que antes de morir sentenciaba: “He visto cosas que no creeríais .. pero todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”. Historias las suyas separadas en el tiempo pero con la misma conclusión, que el único sentido de la existencia humana consiste en mantener encendida esa luz de recuerdos, sueños y pensamientos.

Separados por el tiempo recordaban esos dos personajes su propia vida a través de su memoria, pero más allá de la individualidad hay otra memoria, la de los recuerdos colectivos, que nos hablan del día a día en la ciudad en que nos toca vivir. Esa otra historia, es la que nos cuenta cómo ha cambiado la sociedad, tanto que a veces incluso la historia más reciente, esa que tocamos de la mano de nuestros padres y abuelos nos parece tan lejana que se va cubriendo de cierta niebla de irrealidad.

Hablamos de los recuerdos y memorias que atesora y destaca la sociedad en su conjunto, un patrimonio del que en cada ciudad suelen velar sus Cronistas municipales, que en el caso de Mérida son José María Álvarez, José Luis Mosquera, y Fernando Delgado, que sustituyó al fallecido Fermín Ramos, también por investigadores como Pepe Caballero, historiadores como José Luis de la Barrera, o personas relevantes de la ciudad como, permítanme la inmodestia, Antonio Vélez, que desde su privilegiada memoria ha relatado muchos de los modos y costumbres ya desaparecidos, desde un punto de vista más literario, en el libro Postales de la Memoria. El trabajo de todos ellos no es más que una extrapolación de su cariño por nuestra ciudad.

Y aparte de las personas encargadas de defender del paso del tiempo ese patrimonio inmaterial, también en el tejido físico de la ciudad se ve representada esa historia colectiva, ya sea en el nombre de las calles (Morería, o Baños), en las estatuas y bustos como el del empresario creador del matadero José Fernández López, o en placas de rotondas como la dedicada a los desaparecidos barqueros, esos que cual gondoleros del Guadiana, en sus menos prosaicas barcazas de madera transportaban emeritenses a través del rio, del molino de Pan Caliente hasta la orilla opuesta, y durante el viaje quizás la suerte de contemplar a algún atrevido zambullirse desde el puente de hierro buscando la profundidad del rio cercana a la pilastra. Hechos ahora impensables, como que bajo el puente de la Zeta-Zeta sobre el Albarregas, llamado así por la cercanía de la fábrica de insecticidas, y en el que durante las ocasionales crecidas del habitual regato, se podía ver a algún loco bajando por la corriente abrazado a una gran plancha de aglomerado de corcho que había ‘tomado prestada’ de la Corchera, surfeando entre los cañizos y remolinos torrente abajo. Realidad entonces, ahora historias de otra época, que yo no viví. Pero, como aquel replicante, yo también he visto cosas que no creeríais, y en la mismísima Puerta De la Villa, como una cabra subiendo una escalera con la música de una trompeta, un puesto de cangrejos y mariscos, y hasta una sede del Atlético de Madrid.

Adosada a aquella gran Historia de Mérida, la que la distingue entre otras ciudades del mundo, esa que escribieron ilustres desde Bernabé Moreno de Vargas, Juan Forner y Segarra, hasta Rafael Moneo, entre el vetusto granito y las ruinas hay huertos con azafaifas, granadas, y membrillos, hay ríos con galápagos, ranas, libélulas y volandones, y hay historias, las que escribimos las personas para la noche de los tiempos.

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