Mayte Palma


Hoy mi historia empieza por el final. La muerte, a veces salpica y deja al descubierto los secretos más inverosímiles dejando a su alrededor, como ondas en un lago por la caída de una piedra, un poco de dolor, algo de rabia, incredulidad, y por qué no, asombro sobre el finado al que creíamos conocer, pero aceptando el hecho como tal ya que, eso de estar en nuestras vidas hace que ese prójimo sea parte de nosotros. Siempre pensamos que aquel que muere descansa, otros habrá que hasta en sus tumbas sientan el desasosiego de la vida que vivieron, ni lo sabemos ni yo quisiera que nadie me lo viniera a contar… Pues esta historia, que de sobrenatural pensábamos que solo tenía las deudas contraídas durante un matrimonio largo, a mi madre y a toda la familia nos cogió por sorpresa. Tal fue el derroche, y otras lindezas de mi difunto padre, que dejó a mi madre casi con lo puesto y con una pena más grande que todo el tesoro de un pirata inglés.
Cuando aquella mañana primaveral se leyó el testamento de mi padre, mi madre lloraba entre hipos sobre dramatizados, mucho teatro para alguien que acababa de saber que la muerte de su marido no solo no le dejaba una pensión decente, si no que descubriría, además, la existencia de una hija de veinte años y su madre que vivía, por decirlo de alguna manera, en una pequeña clínica privada, postrada en una cama desde que sufriera un ictus a una temprana edad. Los ojos de mi madre se tornaron grises de repente, su boca describió una línea recta, apretada y el color de sus mejillas enrojeció de rabia o cólera, no sabría qué decir. Retorcía con fuerza el pañuelo, delicadamente bordado, entre sus manos blancas, llenas de anillos y pulseras, mientras su mirada se clavaba en la boca del notario que a ella se le asemejaba a una serpiente sibilante, como si el notario tuviera la culpa de que su difunto marido hubiera vivido la vida loca y ella ahora tuviera que pagar la cuenta. Mis hermanos y yo, sentados alrededor de la vieja mesa, en aquel despacho típico, oscuro y aburrido, nos mirábamos igual de incrédulos. Si aquella hija tenía veinte años era de la edad de mi hermano pequeño, Nicanor, y entonces entendimos aquel trabajo extra que le mantuvo alejado de nosotros, por temporadas. durante unos quince años.
Pero volviendo a la deuda, el notario fue leyendo el testamento que, sin conocimiento de ninguno, mi padre había cambiado hacía unos meses cuando supo de su grave enfermedad. Nos enteramos en ese mismo momento de que la casa de campo donde habíamos pasado los veranos de nuestra infancia estaba hipotecada por segunda vez y pesaba sobre ella un embargo. La villa donde crecimos,” La Molinera”, morada de mis padres, igualmente hipotecada, pero de momento era posible mantenerla en la familia si se hacían los pagos pertinentes antes del vencimiento de la susodicha hipoteca. Había vendido, como propietario único, la era de detrás de la villa, el naranjal de su padre y el molino y había hecho algún chanchullo con los dos olivares que lindaban con la casa de campo. El notario, con voz monótona y cadencia de miserere dijo la desorbitada suma a la que ascendía la deuda total y ahí mi madre lanzó un grito. No se desmayó, pero empezó a alzar la voz, a mover los brazos como un molino quijotesco y a parecer una loca porque, aunque era mujer de mantener la compostura, aquello pudo más que sus maneras de mujer de alta alcurnia. El testamento nos dejó perplejos y haciendo cuentas entre todos para ver de qué manera podíamos salvar la villa y qué dinero le quedaría a mi madre como pensión de viudedad.
Mi padre no nos dejaba nada, ni propiedades, ni dinero, el único regalo que recibimos fue aquella familia desconocida de la que se hablaba en el testamento y que como última voluntad nos pedía que las protegiéramos. Hablaba de que la venta de sus propiedades fue para ayudarlas y que sentía mucho el dolor que esta noticia pudiera causarnos. Al finalizar la lectura, mi madre se levantó muy digna, miró al notario, nos miró y componiéndose el vestido se despidió con estas palabras: “Señor notario, haga lo que tenga que hacer, hable con quien tenga que hablar y mándeme lo que el difunto me ha dejado, si es nada, nada me dé, gracias”, y salió del despacho erguida, caminando con paso firme y sin mirar atrás…

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