Por Antonio Vélez Sánchez

Ex-alcalde de Mérida


Las ciudades inmortales se adornan de leyendas, basadas unas en hechos reales, remendados o idealizados, arraigadas otras en la cultura popular y transmitidas de padres a hijos. La literatura, a veces, plasmó esos trances y Granada, por ejemplo, encontró su fortuna con Washington Irving, embajador de Estados Unidos en Madrid, al ponerla de moda con sus “Cuentos de la Alhambra”, cuando el romanticismo literario marcaba su cenit.

Al ser Mérida otro enclave para la eternidad no le faltaron pilares que dieran lustre a su caminar a través del tiempo. Ilustres fueron los notarios de su grandeza, desde Ausonio a Terenci Moix, pasando por Aurelio Prudencio, Nebrija, Herrera el artífice del Escorial, Lesage, con su Gil Blas, Laborde, Larra, García Lorca cantando a la mártir Olalla, Cela, Alberti….

Siendo chico nos contaron un misterioso pasaje, ocurrido en tiempos inmemoriales. Se trataba de algo que bien podría relacionarse con un conjuro de Talía, la Musa griega de la Comedia, esa alegre Gracia que se entronizó como Diosa del Teatro. Siempre he creído que este enigma, aunque ocurriera siglos antes, debió forjarse por las fechas de la excavación del “marco incomparable”, adquiriendo cierto carácter de ese “mal fario” que acompañó a los descubridores de lugares sagrados, algo así como las desgracias acaecidas a los profanadores del sueño eterno de los faraones egipcios, cuyo máximo exponente de morbo trágico fue el de Lord Carnavon, el “desenterrador” de Tutankamon.

Nuestra particular y misteriosa historia tiene sus raíces en la costumbre de blanquear las paredes de las casas, seguramente desde las terribles “pestes negras” que asolaron Europa, doblado el primer milenio, y que obligaron, desde entonces, a utilizar la cal para combatir los gérmenes asesinos. Mérida no podía estar ajena a esa medida preventiva y así las caleras y los trabajadores del ramo proliferaron. El gremio de blanqueadores fue siempre poderoso, hasta el extremo de que algunas familias se significaron con el mote de ese oficio. Las canteras y los hornos de cal abundaban en Sierra Carija. Eran las famosas “caleras”, de las que aun permanecen vestigios notables en la ladera oeste del mítico montículo. Hasta ellas llegaba el mineral arrancado, a fuerza de cuñas y marras, de aquellos filones blancos con vetas azules. Con el calor las densas y pesadas piedras se deshidrataban, tornándose ligeras y pulverulentas. Luego, tras “apagarlas” con agua, constituían la pasta lechosa con la que se embadurnaban las paredes, un año tras otro.

Siempre fue así la trabajosa tarea, con el esfuerzo combinado de hombres y bestias. Claro que si conseguían material para meter en los hornos, sin tener que arrancarlo de la tierra, mejor que mejor. Y aquí radica la clave de este relato, porque Mérida contaba con materia prima, Carbonato Cálcico, a ”manta”. Estaba en el mármol, abatido por el tiempo, en los restos de la que había sido una de las urbes mas poderosas de Roma. Así es que muchas cuadrillas se dedicaban a expoliar la cosecha, togados incluidos, de marmóreos vestigios. Los troceaban, para acabar cocidos en aquellos recintos ardientes. Poco importaba que lucieran leyendas o imágenes. No eran tiempos de adornos y esplendor, sino de penuria y rebusca.

Lo mas sorprendente de toda esta trama, perdida por los vericuetos de la vida de tantos hombres, se asienta en un pasaje que me contaba mi abuelo, mirando la inmortal escena, enderezada de nuevo y en línea con su casa de Cánovas, esquina Pizarro. Corrió como la pólvora la noticia de que, bajo una columna, yacía un esqueleto. Inquietó sobremanera el hallazgo, alterando la rutinaria vida de aquellas gentes, y se buscó una explicación que justificara tan notable sudario en el viaje a la eternidad de aquel difunto. Tenia mi abuelo, cuando se excavaba el recinto teatral, a la sombra de aquellas moles del graderío, poco mas de veinte años y conocía por tanto lo que me hablaba.

La reconstrucción mas creíble del infortunio de aquel “fiambre” describía a una cuadrilla de oportunistas buscadores de mármol, para mutarlo en cal, tirando con sogas de una poderosa columna, milagrosamente enhiesta sobre el pódium de aquel retablo arruinado. Inesperadamente la columna cedió y un expoliador no reaccionó a tiempo. El fuste, cuan largo era, le aplastó de manera inmisericorde, muriendo fulminantemente en aquel accidente “laboral”. Los demás huyeron despavoridos, creyendo a ciencia cierta que aquello era una señal divina, un castigo, un hechizo, el mal de ojo de un dios pagano. Y el lugar se convirtió en maldito, porque a nadie mas se le ocurrió entrar allí a buscar mármol para los hornos de cal.

Maximiliano Macías, escribe sobre la posibilidad de un seísmo que justificara aquel esqueleto aplastado, aunque este narrador no duda que fue Talía la inspiradora del “accidente”. Ella descargó la columna, veloz como el rayo, sobre aquel desgraciado que los arqueólogos se encontraron debajo, ocho siglos después. De esa forma salvó al “incomparable marco”, resguardado entre ripios y basuras, hasta que llegó Mélida y nuevos tiempos propicios para su Arte.

Alguien podría tachar de laberíntico el desenlace, pero no puede haber otra versión para aquella tragedia. Hasta Juanito Perdigón, el inolvidable guardián de las ruinas, lo garantizaba cada vez que, para disuadirnos de entrar a patear sus dominios, nos amenazaba con que se iba a caer una columna y “nos iba a coger debajo” Pero, además, si no fue exactamente así ¿ acaso no valdría la pena convivir, un poco mas, con los enigmas y misterios que esta Ciudad alberga en las entrañas de su dilatada historia ?.



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