Antonio Vélez Sánchez 

Ex – Alcalde de Mérida

Pascual Maragall invitó a Mérida a la ceremonia inaugural de su soñada y laboriosa Olimpiada. Fue la deferencia protocolaria con las Capitales Autonómicas, porque las provinciales, salvo las catalanas, se quedaron fuera del corte. Así que cogimos ruta y nos encajamos en la inmensa metrópoli en que había derivado Barcino, la pequeña villa romana que, cuando Emérita destacaba en los mapas del Imperio, ni siquiera lucia teatro, anfiteatro y, menos aun, hipódromo.

Recuerdo la honda preocupación que flotaba en los ambientes oficiales porque al Estadio Olímpico lo desbordara un mar de “senyeras”, se pitara a los reyes o dominara la imagen segregacionista, tan incompatibles con el espíritu de concordia de los cinco aros. Tenia fundamento ese temor, porque la ciudad estaba inundada con las barras de Aragón, aunque en cuanto salías a la periferia inmigrante iban desapareciendo progresivamente.

De todos modos era ese el sentimiento que atenazaba a quienes cumplimentaban, como anfitriones, a los huéspedes institucionales. Germá Vidal, Concejal de la ciudad, “guiaba” a los alcaldes de Santander, Valladolid, Las Palmas y Mérida, mientras invocaba a la suerte para que Barcelona mostrara su universalismo, pasando con nota la comprometida prueba. Ya en el puerto, la víspera de la apertura, esperando el desembarco del fuego, y también a la mañana siguiente, en otros actos, se mascaba ese nerviosismo, temiendo que algún sector radical pretendiera afirmar algo mas que el compromiso deportivo.

Llegamos a las puertas de Montjuic al son de “Barcelona”, en la voz de Antonio Molina – “ … Quiero hacerte una corona, que te rodee Barcelona, desde el Tibidabo al mar…” – para seguir luego con otros interpretes y canciones dedicadas a la Ciudad en a lo largo de los años. Una vez dentro, acomodados en una de las tribunas de invitados, pudimos apreciar que el ambiente general, con numerosas enseñas catalanas, estaba expectante por lo que ocurriría. Y en el transcurrir del desfile, tras los himnos, la Caballé, Carreras, Placido Domingo, los tambores de Calanda, las Bandas de Levante, Cristina Hoyos y los bailaores andaluces, Alfredo Kraus y La Fura dels Baus, algo comenzó a brujulear por la cabeza de los presentes.

Pasó cuando todos vimos marchar por la pista a los restos del Imperio Soviético, derribado el muro de Berlín. Eran grupos nacionales de apariencia paupérrima, con cuatro gatos tras una bandera. Un puñado de atletas y otro de federativos era todo lo que presentaban aquellos despojos del naufragio, las republicas caucásicas desgajadas de aquel gigante revolucionario que mantuvo a raya el expansionismo yanqui. La imagen certificaba que la guerra fría había terminado y el equilibrio de los bloques, a favor de uno solo, liquidado. Pero no dejaba de ser inquietante, patético a veces, lo que circulaba ante nuestros ojos impactados. Sobre todo cuando surgió la Alemania reunificada, con su marcial legión de gente guapa, esbelta, arrolladora. Todos pudimos certificar el mensaje subliminal de que solo las grandes naciones, buscando una meta común, eran las elegidas para protagonizar la historia. Y no digo nada de cuando aparecieron los Estados Unidos de América, porque en aquel desfile se escenificaba el futuro, los nuevos tiempos, el ritmo de los poderosos.

Cuando le tocó a España, cerrando como anfitriona, todos habíamos digerido la puntual lección de geopolítica. Nos emocionó, por eso, ver al Príncipe, chapado con su mascota, abanderando un gran equipo. Puedo asegurar que vibramos, con licito orgullo de pertenencia, por encima de otros planteamientos, y que muchas lagrimas exteriorizaron el sentimiento colectivo. De las “senyeras” del comienzo, apenas quedaban muestras y sobre la masa humana solo ondeaba la evidencia de haber descubierto, al ritmo de un largo desfile, el valor de la unión de los pueblos, su determinación ante la Historia compartida. Con el Equipo Olímpico Español, desfilando ante nosotros, nos dimos un baño de autoafirmación que enrasó el de las naciones estrellas.

Aquella tarde-noche fuimos parte de los afortunados cincuenta mil que en Montjuic tocaron el éxito, mientras el arquero Rebollo inflamaba el pebetero y tres mil quinientos millones de telespectadores se asombraban. Nuestros anfitriones, mas que respirar tranquilos, estaban exultantes y Camilo José Cela, dos filas mas abajo, nos mandó un gesto de complacencia.

Recuerdo todo aquello porque fechas atrás, solo un día antes de que la Selección Española de Fútbol marcara en Sudáfrica su sello de nación grande, Barcelona se convertía en caja de resonancia de nuestros demonios familiares, de nuestros desencuentros. Quizás nadie y todos, a un tiempo, somos culpables de esa deriva en la que parece que la opulencia pretende desengancharse de quienes, siendo pobres sin pretenderlo, también echaron el resto en la singladura histórica de un viejo solar de bosques y conejos. No digo que no haya que repasar los contratos de este multisecular viaje, en el que también han rodado los vagones de tercera, con su vocación eterna de emigrantes, sino que tal vez convendría medir las tristezas de la soledad y de las perdidas, ese binomio sobre el que cabalgan las melancolías y las rupturas.

Por eso invoco esas instantáneas, aquellas emociones compartidas. Fue una noche en Barcelona, llegados de Mérida, en la profunda Extremadura, cuando se desbordó nuestro orgullo de pertenencia a España, desde Cataluña. Se celebraba una Olimpiada.

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