Mayte Palma


El día había amanecido cubierto por un fino velo de niebla que apenas podía dejar ver el horizonte con sus escarpadas montañas. El frío llevaba ya instalado algunas semanas, pero aquella mañana de Nochebuena, las temperaturas descendieron a bajo cero y se preveía que, de un momento a otro, cuando la niebla desapareciera, podría caer una de esas nevadas que hacen historia. Ya lo habían anunciado en las noticias, y toda la gente del lugar ya se habían provisionado de todo aquello que seguro iban a necesitar pues por aquellas tierras era muy normal que los pequeños pueblos quedaran aislados durante varios días.

En casa de Maica, casi toda la familia había madrugado aunque ella seguía durmiendo plácidamente en la gran cama junto a sus peluches preferidos hasta que llegó a su naricilla el aroma dulzón del chocolate que su abuela estaba preparando, y como si tuviera un muelle mágico en su pequeño cuerpecito, abrió los ojos y se levantó de un salto, se puso su batita roja y bajó, con su oso preferido, a la cocina. Su sonrisa era una curva dulce en su carita redonda y sonrosada. Besó a su abuela y a su madre, que andaba atareada preparando la cena y no dejaba de ir y venir por la gran cocina hasta la despensa colocando un montón de cacharros y alimentos en la encimera de piedra que había en el medio de aquella estancia. La niña se sentó en un taburete y puso a “Oso” en el de al lado dando buena cuenta del enorme tazón que su abuela le puso delante. Desde lejos sonaron las campanas de la iglesia dando las diez y Maica subió, como un rayo, a vestirse y a esperar a su padre que no tardaría en llegar con el pino y la leña.

Este era para Maica el primer invierno en aquel pueblo, las primeras navidades lejos de las calles anchas e iluminadas de la ciudad, lejos del ruido constante de los machacones villancicos  y del bullicio de tanta y tanta gente que a ella le asustaba. A sus seis años sólo había conocido navidades donde debía quedarse en casa con una niñera o pasear con sus padres por calles abarrotadas de gente. Alguna vez, si su padre tenía un día libre, iban a un parque donde había atracciones, tómbolas y algodón de azúcar, y en uno de esos parques, sus papá le consiguió, tirando bolas a unos vasos, a “Oso”, tenía Maica tres años y nunca más se separó de él.

La niebla empezaba a disiparse y el paisaje que la niña veía desde el gran ventanal del comedor era como una postal de cuento. El pueblo, los huertos, la torre de la iglesia con dos nidos vacíos de cigüeñas, y un montón de árboles, algunos desnudos de hojas, otros frondosos y de diferentes verdes, y allí en el mullido sofá, sentada junto a “Oso”, esperaba la llegada de su padre. Vio llegar la camioneta por el camino con un enorme pino verde oscuro que a ella le pareció precioso e inmenso y pensó que no habría sitio en casa con el techo tan alto para que lo pudieran poner. Salió volando a recibirlo y se lanzó a sus brazos dándole besos por toda la cara que su padre le devolvía con risas y cosquillas. Ella le preguntó dónde iban a poner ese pino tan alto, y se quedó asombrada cuando le dijo que lo iban a plantar en el jardín y que lo iban a adornar con bombillas de colores. Después de comer sacó su padre una caja muy grande donde había luces, bolas, cintas de colores, espumillón y una estrella plateada tan grande como ella. Vinieron dos hombres que junto a su padre plantaron el pino que se veía desde el ventanal y justo cuando terminaban de echar la tierra vio desde la ventana que algo caía del cielo, se quedó con la boca abierta, maravillada y extrañada de que lo que a ella le parecían pequeños trocitos de papel, brillaran a la luz de aquel atardecer. Su padre desde fuera la llamó para que saliera al jardín, le dijo que se abrigara y se pusiera el gorro y cuando Maica sintió aquellos copos, cada vez más grandes caer sobre ella, sonrió y miró a su padre.

-Maica, cariño, esto que cae del cielo es la nieve, y mañana cuando te levantes, ya verás como todo está blanco y brillante, y jugaremos a tirarnos bolas y haremos un muñeco de nieve.

Maica observaba sonriendo y asombrada la nieve que caía cada vez con más fuerza, y abría las manos para cogerla, observando como se hacía agua, y miraba a su padre que le devolvía la sonrisa en aquella tarde de Nochebuena donde, por primera vez, disfrutó de la nieve.



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