Antonio Vélez Sánchez

  Ex alcalde de Mérida


  Del “Parque de abajo”, como llamábamos al López de Ayala, recuerdo unos bancos macizos de alegre azulejería, muy al modo de Sevilla, que con el tiempo debieron desaparecer, deteriorados por el vandalismo cíclico. Aun soy capaz de reproducir,  con nitidez, las imágenes de tantas señoras, entre aquella fronda fresca, con sus cochecitos de niños, acompañadas de sirvientas uniformadas, muy al uso de una sociedad  con pretensiones y que marcaba meridianamente sus clases.  Las mujeres, luciendo su rol diferencial. Si eran pobres, o de pueblos cercanos, sin apenas instrucción, a servir que era oficio bastante común.

       En la puerta solía ponerse, todas las tardes, un hombre con un cilindro de latón, lleno de barquillos, con su tapa como rueda de la fortuna que chasqueaba al girar en el  circulo de rejilla, todos nerviosos y esperando que al pararse aumentara tu compra de canutos dulces y crujientes. Siempre tenia clientela, con ganas de echarle un pulso ligero a la Diosa Fortuna. Era la incipiente tentación al juego, la ludopatía como, científicamente, se denomina ahora.  Mas arriba estaban los puestos de chucherías, muy concurridos por la tropa infantil : “Salaitos”, que es como llamábamos, asexuada y respetuosamente, a los altramuces, chufas en remojo, que te dejaban, al masticarlas, una pulpa de horchata que, al resecarse, terminaba por molestar en la boca, hasta que la escupíamos escandalosamente. Pipas de girasol, que comenzaban a popularizarse. Caramelos “Saci”, “Pistolin”, o de café con leche, a granel, de la Viuda de Solano, y sobres sorpresa, con estampas coleccionábles  y “tebeos”. Y una señora que hacia “Raspaos”, sacando las virutas de una barra de hielo, a fuerza de pasar un cepillo metálico, para luego compactarlas y espurrearlas con el sabor liquido, color intenso, de unas botellas con pico plateado, menta, anís o fresa.  La “Regina” manipulaba el frío artificial, fabricado en Pontezuelas y otras “factorías”, hasta transformarlo en un rectángulo al que, nada mas aterrizar en nuestra mano, le dábamos un chupetón, sorbiendo a fondo y dejándolo  en su estado “primigenio”, puro hielo, desnudo ya de aquel brebaje tecnicolor, que a saber Dios de donde lo habrían sacado, como nos recriminaban nuestros mayores cada vez que nos “purgaban”.

     La Rambla del Arrabal era, por entonces, un lugar de encuentro. Especialmente en verano, que era cuando se gozaba su “microclima”, paseando y luciendo palmito. Además los ferroviarios tenían allí su Economato, con el trasiego de personal y mercancías que suponía la cosa. Y el cine de verano ante cuyas carteleras nos parábamos embelesados. Hoy ese lugar, meta obligada entonces, resulta mas de paso, porque Mérida se prolonga hacia el norte, pasada la vía férrea y San Lázaro.

    Las “Ramblas” en todo el Mediterráneo, desde Gerona hasta Cádiz, son cauces para aguas intermitentes, a veces devastadoras.  Por su amplitud discurren las lluvias, las gotas frías, hasta el mar. Debió ser tanta la influencia de los pobladores aluviales de Mérida, en su dilatada historia, que esa nomenclatura, nada habitual en el interior peninsular, marcó rotundamente un espacio de la Ciudad,  dando prueba de su cosmopolitismo. O sea que “la Rambla” era el cauce por el que desaguaban las tormentas, descargadas en su área de recogida, hasta rendir tributo en el Albarregas.  Esa fue su función cuando la Ciudad, decadente ya, fue arruinándose progresivamente, hasta colmatar de tierra arrastrada, todos los huecos de su “osamenta pétrea”.

   Arrabal, por otra parte, es una denominación que señaló a los barrios extramuros, surgidos con la segregación progresiva de la etnia judía, obligada a vivir en “ghettos”, avanzado el siglo catorce y que acabó en su expulsión, año 1492, por una injusta interpretación de la unidad religiosa. El Arrabal de Mérida se remodeló en 1528, bendecido como Campo de San Juan. Así se borró el recuerdo de aquellos desdichados, tan emeritenses como los mejores hidalgos, sepultándose la mala conciencia bajo una gran alameda, plantada allí ese año. Lo cuenta Moreno de Vargas. Y habla de la Sinagoga, transformada en Iglesia de Santa Catalina. Y de su cementerio, “El Osario de los Judíos”, loma arriba de “Pancaliente”. 

   Afortunadamente, el tiempo no lo borra todo y así, milagrosamente, hasta hace nada, era habitual que habláramos del “Arrabal”, ese lugar de nuestros encuentros, en las largas tardes de verano. Todos referían ese espacio, indistintamente, como La Rambla o el Arrabal. Y debe seguir siendo así.  El Mediterráneo, acunando los recuerdos de un pueblo prendido en Sepharád, el sueño perdido y vigente aun, quinientos años después, por la terquedad inevitable de la memoria.

   Recuerdo aquella fuente de fundición. El acarreo mañanero del agua, las mujeres, los hombres, los carros, las bestias. Las tardes para nuestros juegos, atrevidos, indolentes, alegres, hasta ponernos pingándo, de tanto apretar aquel dorado pomo de bronce. Los  majestuosos “Plátanos de Sombra”, nietos tal vez de la primera arboleda, llenos de vida  voladora y que, avanzados los sesenta, fueron cortados. Y recuerdo, mas abajo, por Santa Lucia, fachada de la izquierda, las tabernas de verano, la terraza con sillas de tijera de “La Alegría”. Botellas con caña, para beber a galgo. Vino con limón. Inversamente proporcional, el zumo agrio, al grado de derrota de la clientela. El Arrabal de Mérida. ¿ Donde se archiva el tiempo perdido?. 

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