Asociación Amigos de Mérida


Comienza la segunda mitad del siglo XX y Mérida sufre una presión insoportable. Fruto de la industrialización de la ciudad, debida entre otros a empresarios de la talla de José Fernández López, y al desarrollo económico aparejado, Mérida crece desde los 24.000 habitantes de 1950 a más de 40.000 en solo veinte años.

Este crecimiento poblacional hace necesario la creación de todos los servicios necesarios para el bienestar social de esta nueva población y, por supuesto, la dotación de viviendas de calidad para albergarla.

La ciudad se encuentra en una difícil tesitura. Está encerrada sobre sus propios límites. La margen izquierda del Guadiana apenas existe para la ciudad. Más allá del vetusto puente romano, hay poco más que el Matadero, Cepansa y el conocido como barrio del Bizcocho, hoy de San Antonio, dibujado con casas de escasa calidad, poco más que chabolas, y rodeadas de campos de labor.
La línea del ferrocarril, que había permitido el primer gran crecimiento y desarrollo de la ciudad en las décadas finales del siglo XIX, suponía (y continúa haciéndolo) un muro difícilmente franqueable, apoyado, además, por el río Albarregas.

La zona sur de la ciudad supone una zona de especial protección debido a la presencia de la zona arqueológica, que había comenzado a ver la luz y estudiarse desde los años veinte de dicho siglo.

Así, ya en 1950, la alcaldía anima a la construcción en varias alturas, como posible salida a lo que supone un problema de primera entidad. Solo dos años después de esta recomendación, se edifica el primer edificio de cuatro plantas de Mérida. Todavía podemos verlo erguido sobre la Puerta de la Villa, a la entrada de la calle Cervantes.

También de ese periodo, como respuesta lógica a la situación planteada, es la propuesta de “dar el salto” a la margen izquierda del río. Desafortunadamente, deberían transcurrir más de treinta años hasta que se materializase esta propuesta. Mientras tanto, la realidad se impone y, por un lado, se crean residenciales fuera del casco urbano central sin atenerse a ningún tipo de planteamiento previo y por otro, se fomenta la edificación en vertical en el centro de la ciudad, poniendo en peligro gran parte del patrimonio arqueológico de la ciudad.

Nace así, la Torre de Mérida. Erguida a pocos metros de la Puerta de la Villa y de la estación de ferrocarril, se estableció desde su inauguración como el edificio más alto de Extremadura gracias a sus 14 plantas de viviendas. La Torre no fue solo una solución necesaria para resolver un problema de vivienda en la ciudad. Fue un símbolo. Un símbolo de una ciudad que crecía con una fuerza inusitada gracias a su poderío industrial y económico. Su altura quería ser un faro para los emeritenses y el resto de la región. Otra Extremadura, alejada de la que mostraría poco después Delibes en Los Santos Inocentes, era posible. La Torre de una ciudad que poco después, ya en la etapa democrática, sería nombrada la capital de los extremeños.

El registro de edificio con más plantas de la región, mantenido durante cuatro décadas, pasó en 2011 a la capital de la provincia.

Ahora muestra en su azotea un enorme luminoso rotulado “Ocaso”.

Quizás también sea un símbolo.



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