Antonio Vélez Sánchez

Ex-alcalde de Mérida


No se puede decir que el año del Bimilenario fuera demasiado fructífero en acontecimientos, aun maquillándose de la mejor manera, especialmente con el socorrido Symposium de Arqueología, el evento mas destacado de la efeméride. Claro que aquel setenta y cinco tampoco se prestaba a florituras, con un régimen que descorría las cortinas de su final el mismo día – veinte de Noviembre – que se clausuraba en Mérida la reunión de sabios de las “piedras viejas”.

Además el poblachón que era Mérida, por muchos alardes de pretérita grandeza, rompía sus sueños de futuro contra el dique del gobernador civil de turno y los despiadados celos de un provincianismo capitalino. Vamos, que aquí no se movía un capote, sin que se midieran las consecuencias para la ciudad que mandaba. Por eso cuando Avalos encabezó la columna de intelectuales, notables y varios, con sus antorchas, por el viejo puente, en la frontera se “cabrearon” con las pretensiones de unos emeritenses que decidían volar al margen del guión oficial.

Menos mal que todo aquello, entre cáscaras y salvas sin pólvora, forzó una decisión de papel, a modo de regalo a la insolente y cansina Mérida, que sirvió para justificar la nocturna caminata con regusto a imperio, tanto que el propio Pemán la hubiera suscrito, como hiciera con la Orestiada, de Esquilo y Tamayo, para poner su broche ideológico y pasar factura. Esa aludida y afortunada determinación la firmó, con rango de Orden, Cruz Martinez Esteruelas, el ultrajoseantoniano Ministro de Educación y Ciencia, el mismo que, junto a Fraga, años después, integraría aquel bloque humano al que la transición bautizó como “Los Siete Magníficos”, los refundadores de la nueva derecha política española, los herederos de Cánovas.

Es verdad que una disposición de ese calado, consagrada por el Boletín Oficial del Estado, pudo significar la cota mas alta de aquel aniversario de veinte siglos. Lo que pasa es que enseguida se vio que su alcance no era otro que aplacar las demandas, porque, aunque se creaba el Museo Nacional de Arte Romano, los mármoles, bronces y mosaicos seguían durmiendo en la frescura solemne del crucero de Santa Clara . No faltaron después peticiones e iniciativas de todo tipo para un nuevo edificio, incluida una de la Junta Pre – Autonómica, reunida puntualmente en nuestro Salón Consistorial, aunque se necesitaron otros acontecimientos, nuevas presencias e indudables golpes de fortuna.

El primer golpe de suerte se produjo, casi al tiempo, mas o menos, cuando el solar en el que se iba a construir un Colegio enseñó sus tripas poderosas y al Ministerio no le quedó otra opción que adquirirlo por su cercanía al Teatro y Anfiteatro. Aquello, sin embargo, se quedó como un inmenso campo de jaramagos, porque desde la confluencia feliz del Bimilenario y la Orden Ministerial de Martínez Esteruelas, no se movió un papel para situar en Mérida el ansiado Museo, aunque solo fuera a nivel de anteproyecto. Ello muy a pesar de Buruaga que fue de los pocos que nunca perdió la fe. Lo que pasa es que los tiempos eran mas bien de provisionalidades y penurias. Y a pesar de ello ocurrió el segundo milagro.

Vino con la lluvia, porque finalizando Diciembre del ochenta cedió la calle Ramón Mélida y se provocó el pánico, por su altura de casi diez metros sobre el solar excavado, a pesar de que las tierras llevaban algunos años entibadas con maderas y vigas de hierro. Me sorprende que haya tanto desajuste en las fechas de los acontecimientos, incluso en las oficiales, porque fue aquel Domingo 28 de Diciembre, Festividad de los Santos Inocentes del ochenta, y no antes, lo recuerdo muy bien, cuando sonó el teléfono de mi casa, demasiado temprano para un Domingo. Al otro lado estaba el bueno de Martín López Heras, el Alcalde, rogándome que me acercara, dada mi condición de Concejal de Cultura y Urbanismo, al solar de marras, para atender a Dionisio Hernandez Gil, Jefe del Servicio de Restauración de Monumentos del Ministerio de Cultura, que se había presentado, precipitadamente a inspeccionar aquel atisbo de tragedia. Deseché que fuera una inocentada, pues la seriedad de Martín no era proclive a esas concesiones. Así es que seguí fielmente sus instrucciones y me puse en movimiento.

Aquella mañana conocimos oficialmente al hermano menor del Presidente de las Cortes Constituyentes y desde ese momento Mérida encontró en Dionisio Hernández Gil un firme pilar en su moderna andadura. Por vía de emergencia encargó la pertinente actuación por cuenta del Ministerio. Se trataba de unos poderosos muros – pantalla, con presupuesto cercano a los cien millones de pesetas, que ejecutó la empresa de Pedro García Moya, apodado cariñosamente como “Vitruvio”, el arquitecto romano. A partir de ahí, Dionisio empezó a perfilar el nuevo milagro : Rafael Moneo. Pero esa es otra sugestiva historia que tendrá su relato y que aseguro no defraudará a los sufridos lectores. Antes me gustaría asegurarles que sin Dionisio Hernandez Gil, el gran milagro de este sensacional Museo no se hubiera producido. Al menos con las hechuras que enseña.

Siempre que paseo por sus alrededores vienen a mi memoria nuestras andanzas de niños, por unos “andurriales” entre tapias de carbonilla. Habíamos rebautizado la calle Moscardó, fachada norte de la actual mole, como “La Cerca”. En ella jugábamos al fútbol, la picota o los pelotazos rusos, mientras veíamos entrar y salir a los clientes de aquellas casas de dudosa reputación. Y cuando se nos “encajaba” el balón en el inmenso corralón, Manolo Valero que tenia en el su carbonería y nos aguantaba lo indecible, siempre nos lo devolvía. Estoy convencido que fuimos algo culpables de que aterrizara en la directiva del Imperio C.F., fundado por los años de nuestras descubiertas por tan destartalados escenarios, los mismos que hoy alardean de sobrada vitola cultural y turística. Contrastes notables y curiosos. Paginas de la vida.

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