Cristina Martín Sánchez

Concejal del GM Ciudadanos Ayto de Mérida


No voy a entrar ni por un segundo en debates sobre ETA. Me parece que lo único constructivo que se puede hacer hoy en día es recordar lo que sucedió, apoyar a todas las personas que sufrieron por esas tres siglas, y recordar lo que pasó para que nunca volvamos a vivir en un país en el que esté presente el terrorismo. Supongo que muchos jóvenes de hoy no habían nacido cuando Miguel Ángel fue asesinado. Tenía mi edad, y se dedicaba a lo mismo que yo, ser edil en el ayuntamiento de su ciudad. Era la victima 778 de ETA. Si antes los asesinatos de ETA habían generado parálisis en la sociedad española, a partir de ese 12 de julio de 1997 generaron movilizaciones. Multitudinarias. Como nunca se habían visto. La gente perdió el miedo. La amenaza, la sensación de estar asistiendo a la retrasmisión de un asesinato en vivo y la impotencia ante los años de silencio hicieron que la solidaridad y la indignación salieran a la calle. El pueblo vasco en particular, y el español en general, contuvo la respiración hace veinticinco años. Frente a la coacción del terrorismo, se impuso la defensa de los derechos humanos. Frente al sufrimiento y al dolor, se impusieron la libertad, la democracia y la vida. El día del asesinato de Miguel Ángel Blanco, fue el día que ETA empezó a perder.

En mi opinión, ETA no ganó nada, ni una sola cosa. ETA quería hacer fracasar la nueva democracia y ese fracaso pasaba por la liberación de lo que ellos llaman Euskal Herria. Y estuvieron a punto de hacerlo, aunque afortunadamente fracasaron estrepitosamente. ETA fracasó y los que estaban enfrente, España y la Guardia Civil, ganaron la batalla al terror. Si acaso puede apuntarse un tanto es seguir enfrentándonos, sirviendo de arma arrojadiza para los políticos diez años después de su fin. La única victoria parcial de ETA es esa. El inexistente espacio en el que deberían estar las víctimas, el recuerdo, el aprendizaje y la historia es un fracaso de la actual democracia.

Siempre pienso que no sabría explicarles a mis futuros hijos lo que paso en España. Tampoco sabría explicarles aquel mundo; cómo, en el mejor de los casos, convivían sus abuelos con noticias de asesinatos, amenazas y torturas. Cómo lo naturalizamos. Cómo entendíamos que era lo que había. Cómo vivíamos en un mundo, al menos se percibía así, en el que esa violencia nunca iba a desaparecer. No quiero tener que explicárselo. Quiero que ni se lo imaginen. Que quede para nosotros. Que su mundo sea más amable. Que sea mejor.

ETA debe dejar de ser una necesidad para hacer política o una herramienta para acceder a ella. ETA no debe estar en ninguna ecuación ni estrategia. Nadie se merece eso, ni los que lo sufrieron, ni los que lo vivieron, ni los que tenemos la suerte de crecer en un mundo sin esa violencia. Pero, sobre todo, quien no se merece ese protagonismo es ETA y sus secuaces. Que está muerta y enterrada. Que perdió, aunque a veces ciertos partidos, se empeñen en seguir cantando la misma canción.

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