Félix Pinero

Periodista y escritor


Masona (571-605) fue un obispo católico de Mérida, de origen godo, considerado uno de los Santos Padres de Mérida, cuya vida fue escrita alrededor del 640 por un diácono de la misma diócesis, en una obra titulada “Vita SS. Patrum Emeritensium” (Vida de los Santos Padres de Mérida), junto a Pablo y Miguel, aunque otros añaden también a Inocencio y Renovato, prelados todos ellos de Emerita Augusta durante los siglos VI y VII, la época de esplendor de la sede .

Nombrado obispo de Mérida hacia el 573, se convirtió al catolicismo en el 579, dejando a Mérida en poder del rebelde Hermenegildo, sin obispo arriano. Oriundo de raza goda y noble por su linaje, ingresó en el monasterio anexo a la basílica de Santa Eulalia. Se distinguió desde primeras horas por magníficas dotes y virtudes cristianas. El santo obispo fue famoso tanto en la Iglesia emeritense como en toda la historia visigoda. Fidelísimo en su total entrega a Dios, amante de los hermanos, siempre suplicante por su pueblo, su nombre conocido por sus milagros, se extendió por toda la tierra. Su fama le acarreó las consabidas envidias humanas, entre ellas las del rey Leovilgildo y los obispos arrianos, llevándole hasta el destierro. El obispo Masona presidió el III Concilio de Toledo y, por testimonio de San Gregorio de Tours, intervino en la conversión de San Hermegildo. Llevó a la Iglesia emeritense al cénit de su siglo de oro.

Masona o Mausona ha sido clasificado como un “pilar de la Iglesia de España” y es considerado un personaje muy representativo de su tiempo. Desde el inicio de su episcopado, favoreció el surgimiento de monasterio e iglesias, construyó un hospital, cuyos médicos y enfermeras se encargaban de recorrer la ciudad hospitalizando a todos los enfermos. Fue famoso también por la generosidad de sus limosnas. Durante la persecución desatada por el rey Leovigildo contra los católicos, el obispo Masona fue inquebrantable en la defensa de la fe. Se opuso a Mérida por el obispo ario Sunna que no pudo socavar su prestigio. Masona fue enviado al exilio, que sufrió con valentía. Hasta el rey Leovigildo lo castigó. Mientras tanto, su sede fue ocupada por el seudoobispo Neopopis. Cuando el rey murió, pudo participar en el III Concilio de Toledo en el año 589, donde se proclamó oficialmente la conversión de los visigodos al catolicismo. También participo en el Sínodo de Toledo del 597. Escapó de dos ataques inspirados por Sunna. Ya viejo y cansado, delegó algunas funciones en el archidiácono Eleuterio para el gobierno de la diócesis; pero después de un tiempo se vio obligado a recuperar los poderes, dadas las prevaricaciones de aquel, que aspiraba a la sucesión. Murió alrededor del 606, año en el que San Isidoro le escribió una carta considerada segura.

El acoso sufrido por el rey Leovigildo es narrado de este modo: Cuando estalló la persecución en el 580, Masona se había creado ya un nombre ilustre en toda España. Se le reverenciaba no solo por su ilustre nacimiento y por la dignidad que ocupaba, sino por la austeridad de su vida y la ortodoxia de su fe. En diez años que llevaba gobernando la sede emeritense, se había conquistado el cariño de toda la gente de su tierra por su afabilidad, por su humildad y por su amor a los pobres. Antes, su nombre había corrido lo mismo entre los católicos como entre los arrianos, admirados de ver a un hombre que, en la flor de su juventud, abandonaba la herejía de sus padres, despreciaba un risueño porvenir y se encerraba en un monasterio junto a la basílica de Santa Eulalia. Aclamado obispo por el pueblo de Mérida, se había revelado desde el primer momento como un hombre de acción y como un santo. Era el mayor prestigio del episcopado católico. Así lo entendía el rey, empeñado desde el primer momento en ganarse la adhesión de aquel hombre famoso. Entablaron una lucha a distancia. Tres veces llegaron los emisarios de Toledo al palacio episcopal de Mérida y tres veces fueron rechazados sus ofrecimientos y despreciadas sus amenazas. Proyecta entonces arrojarle de Mérida, pero el pueblo se agrupa en torno a él, cuando su hijo Hermenegildo acaba de rebelarse en Sevilla. Sin embargo, envía a la ciudad a un obispo arriano, llamado Sunna, de ingenio intrigante y de aspecto facineroso. No obstante, está orgulloso de su saber y confía también en su ciencia, pues propone al clero y al pueblo de Mérida una disputa pública para saber de qué lado está la verdad. Los dos obispos debían presentarse uno frente al otro en el atrio del palacio. No era posible rehuir la contienda. La ansiedad era enorme entre los católicos. Sunna y los suyos recorrían la ciudad con aire de triunfadores. Masona se había retirado a la basílica de Santa Eulalia para prepararse para la lucha. Llegó Sunna, los jueces nombrados por el rey y la Iglesia, se sentaron los dos obispos y empezó aquel certamen que tenía en suspenso a toda la nación. Habló Sunna con ampulosidad y grandes voces, insultando a sus enemigos más que exponiendo su doctrina. Respondió Masona con suavidad y moderación. Se acaloraba la disputa. De repente, el obispo arriano se quedó sin saber qué contestar. Los mismos arrianos se hacían lenguas de la elocuencia de Masona. “El Señor –dice su biógrafo- puso tal gracia aquel día en sus labios que, aunque era un buen orador, jamás habló de una manera tan admirable como entonces.” Fuera de sí, la muchedumbre le arrebató y le llevó en triunfo hasta la basílica de la mártir, entre vítores y cánticos sagrados. A los pocos días, los agentes del rey se apoderaron del santo obispo y le condujeron a Toledo. La ciudad de Mérida en masa le acompañó durante un largo trecho, llorando inconsolablemente. Leovigildo no había desesperado aún en atraerle a su secta. Le expuso su doctrina sobre el arrianismo, a lo que Masona respondía en su creencia de la consustancialidad del Padre y del Hijo. Entonces, el rey le amenazó con confinarle en un rincón de la península. En este punto, el rey se sobrecogió por una furiosa tempestad. “Eres rey –le dijo Masona–; pero he aquí otro rey a quien debemos temer más que a ti.” Leovigildo pronunció su sentencia y le desterró “por incompatible con nuestras costumbres, enemigo de nuestra fe y contrario a la religión”. Fue recluido en un monasterio. Ocurría esto en el 582, cuando Leovigildo preparaba su expedición contra Hermenegildo y las ciudades que seguían su causa. A finales de aquel año se apoderaba de Cáceres y poco después entraba en Mérida. Hermenegildo defiende Sevilla heroicamente, pero no tenía la experiencia militar de su padre. Llegan su fuga, prisión y martirio. El viejo monarca ha deshecho todas las resistencias y va a realizar su sueño de arrianizar España; pero, al fin se da cuenta de lo errada de su política y desea cambiar de rumbo. La imagen del obispo de Mérida le persigue en sus sueños y cree ver a la mártir emeritense diciéndole: “Dame a mi siervo…” Siempre astuto, hace saber clandestinamente a Masona que puede salir del monasterio sin temor a su venganza; pero Masona continúa en el destierro. Leovigildo le envía espléndidos regalos y le ruega que vuelva a su diócesis. El prelado deja su retiro, pero rechaza los presentes. Cuando Masona vuelve a Mérida, tras tres años de destierro, Leovilgildo era condenado a las cadenas perpetuas del tártaro. Diez meses después, la conversión de Recaredo permite el concilio toledano, que preside Masona. El rey declara prescrito el arrianismo y Leandro cantaba el himno de la unidad. Mérida veneraba a su obispo. Cuando en las grandes fiestas se dirigía a la basílica con pompa, la muchedumbre se agolpaba en torno a él y le vitoreaba. Próximo a su muerte, llamó a los siervos del palacio episcopal y les dio la libertad. Hizo que le llevasen en su litera a la basílica de Santa Eulalia, rezó allí largamente con los ojos fijos en el cielo y las manos extendidas y, al poco tiempo, entregó su espíritu.

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