Antonio Luís Vélez Saavedra



Aquella famosa canción de Gabinete Caligari comenzaba diciendo eso de:

“Todo el mundo sabe que es difícil encontrar en la vida un lugar”

Pero por suerte no siempre es necesario desplazarse hasta la ribera del Duero para hallar ese espacio o rincón que nos evoca ese recuerdo dulce o que tal vez nos reconforta y nos hace desconectar, aunque solo sea por un momento, del ruido diario.

En Mérida encontrar ese lugar es algo relativamente sencillo porque el patrimonio, el paisaje y la naturaleza nos acompañan prácticamente en uno u otro momento de nuestro día a día, en una ciudad donde conviven en armonía el tiempo que miden las piedras, los arboles, y el de los relojes, y con ellos el transcurrir eterno del rio, que estaba ahí antes que el propio tiempo.

Ese aspecto de la ciudad es una de nuestras marcas más reconocidas en el mundo. Un posicionamiento en la cultura europea que ha transitado desde las visitas y crónicas de los ilustrados ingleses y franceses, hasta las de Larra, Unamuno, o Gerald Brenan. Del expolio histórico a la excavación y origen del Festival en el Teatro Romano y al Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. De los grabados manuales de Laborde o Doré hasta la tecnológica y actual estampa del selfi directo a redes, una ventana al mundo.

A través de los tiempos Mérida no pierde la marca de autenticidad del espacio único.

Y dentro de esa referencia que es Mérida, se encuentra incluido el pilar de todo el conocimiento y patrimonio cultural del que somos herederos: La Biblioteca. Desde aquella mítica de Alejandría con sus rollos de papiro, a los códices de pergamino de los monasterios medievales y sus copistas, el Renacimiento marcado por la Imprenta, las grandes bibliotecas de palacios y universidades, y la actual popularización del libro, del que podríamos decir se trata del objeto mas característico de nuestra civilización. Y la Biblioteca siempre será por definición su casa.

Y viene a cuento todo esto, porque aunque solo sea por el tiempo que he pasado en ella, tengo que decir que mi sitio favorito de Mérida es la Biblioteca Municipal, que ha estado siempre presente a lo largo de mi vida.

Mucho he escuchado hablar a mis mayores de la Biblioteca en la Calle del Puente, en el edificio histórico de la Carnicería del Concejo, y de protagonistas de aquella época como Francisco Peñafiel, destacado nombre propio en la historia de la Biblioteca Municipal. Pero mi relación con la misma comienza en su ubicación de Moreno de Vargas, edificio que se reformó a finales de los 70, dividido en tres plantas, con una planta baja que contaba con sala de exposiciones y un salón de actos, que tuvo mucho uso en esos años, ya que se celebraron allí multitud de eventos, tanto actos políticos como festivos y culturales. Allí se hicieron los concursos de chirigotas de los primeros carnavales o los primeros ciclos de cine. Recuerdo alguno muy divertido con películas como el Navegante de Buster Keaton, La última noche de Boris Grushenko, El Baile de los Vampiros, o el Misterio de las doce sillas, si no me falla la memoria.

Pero este que les escribe, sobre todo era un fiel usuario de la segunda planta, donde se encontraba la biblioteca y donde íbamos los chavales a la sala infantil a leer tebeos o los cotizados volúmenes del SuperHumor, con las aventuras de Mortadelo y Filemón, o los Asterix, Lucky Luke, Tintín, etc.. pura diversión difícilmente compatible con el silencio exigido por las normas de la biblioteca en esa época, de obligado cumplimiento tanto para los mayores como para los pequeños, y que solía concluir tras varias llamadas de atención habitualmente por parte de aquel señor que se ponía muy muy serio para advertir y en muchas ocasiones expulsar a los más ruidosos, que mantenían su inocencia en todo momento pero que en el momento de ser acompañados hasta la puerta solían pedir el mismo castigo como partícipes para todos los compañeros de sala que podían.

Ya en la adolescencia, dejé la sala infantil para pasarme tanto a la sala de estudio como a la de lectura, a la primera para avanzar en las cuestiones académicas, y a la segunda para intentar aclarar las inquietudes personales propias de esos años. Y así estuve mucho tiempo acometiendo la tarea de recorrer el catálogo, como el que busca un tesoro, abriendo uno a uno los cajones de ese mueble de profundos cajones que contenían las fichas de los autores, empezando por la A y hasta la Z: Machado, Cernuda, Juan Ramón Jiménez, en general los poetas españoles del 98 y 27 eran en esa época mis favoritos, luego llegarían Kafka, Chejov, Cortázar, o Borges, el que identificaba la biblioteca con la vida misma:

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací.

Una vez seleccionado el autor y la obra había que dirigirse a la mesa con el código que había en la ficha para que, habitualmente Antonio Cecilio, se encargara de acceder a la biblioteca para volver con los ejemplares. Antonio es uno de los históricos trabajadores municipales a los que los emeritenses identifican como una parte indistinguible de la propia biblioteca, tanto es así, que cuenta la anécdota que cuando la gente le ve por la calle le pregunta si la biblioteca está cerrada.

El Centro Cultural Alcazaba ha ampliado el espacio y el servicio a los usuarios, y aunque la lectura siempre va a ser una actividad introspectiva y de exploración personal, esa actividad mejora exponencialmente si se realiza de una forma compartida, para que el concepto de Biblioteca sea el opuesto al de caverna, que ese clásico solemne y oscuro recinto del saber abra ventanas y puertas para convertirse en un lugar luminoso y de encuentro, en un espacio de referencia, no consumista, libre de censuras (esto no es trivial) , inclusivo, intergeneracional, participativo, y valedor de la memoria e identidad local. Vamos, se podría decir que una biblioteca es casi una navaja suiza, donde tenemos muchas de las herramientas que podemos requerir tanto individual como colectivamente, así que téngamosla siempre a mano, y acabo como empecé, tarareando aquello de: “Bécquer no era idiota, ni Machado un ganapán”.



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