Antonio Vélez Sánchez 

Ex-alcalde de Mérida


En la Escuela nos machacaban con el Sistema Métrico Decimal, litro, metro, kilo, pero en la calle seguían circulando los viejos modelos. Estaba cantado que los maestros pretendían hacernos abjurar de los errores del secular aislamiento y, aunque no se dijera, estaba claro que mandaba la modernidad. Otra cosa era el estraperlo, las carencias generalizadas y la conspiración judeo-masónica que, en el fondo, solo eran narcóticos para adormecer la libertad y esconder el desafecto que el régimen recibía de las potencias vencedoras. Así es que no teníamos “Plan Marshall”, salvo leche en polvo y queso coloreado, mientras aquellos maestros, de brasero y palmeta, nos apretaban los sabañones contra el kilómetro, la tonelada, el decalitro y las centiárea, terapia colectiva contra el frío, las gazuzas y las penas.

La realidad era otra, porque, en las plazas, los melones de las tierras cercanas se contabilizaban por arrobas. Y ahí venia el lío y las preguntas : ¡¡ Mamá, cuanto es una arroba ¡¡. Once kilos y medio, era la respuesta. Nos encantaba esa palabra de arroba, tan rechoncha, a pesar de que un amigo, con vena poética, no entendía la concordancia entre el arrobo amoroso de un tal Garcilaso y el peso de las sandias. Y no digo nada del lío, cuando las arrobas eran de vino y contenían dieciséis litros, para su circulación por las tabernas del diario. El enredo seguía con el aceite que traían, de la parte de Montanchez, aquellas mujeres de negro, en los autobuses, o “tellesas”, de Caballero Quevedo, parada en Paulino Doncel, bajando a la estación, porque esas arrobas pringosas eran de doce litros y medio. Todo el día andábamos de jeroglíficos. Así que la constancia de unos maestros, en su animo de “civilizarnos”, se enfrentaba a la realidad cotidiana, tan contaminada por las viejas formulas.

El elevado censo de labradores con el que contaba Mérida contagiaba los códigos dialécticos de una sociedad tan porosa y así escuchábamos, a nuestro alrededor, cuestiones relativas a las fanegas que se sembraban. Nos hacia gracia el nombre de “fanega”, como apodaban a alguien que regentaba un puesto de chucherias, aunque, bien es verdad, que aquilatábamos con certeza la superficie de esa medida ya que, según los Maestros, fanega y media resultaba una hectárea, un cuadro de cien metros por cada lado. Claro que la fanega era también una medida de madera que tenia una cabida de cincuenta y cinco litros, aunque se manejaban, por mas ligeras, las medias, los cuartillos que eran la cuarta parte, o los celemines, la doceava. Con esos volúmenes de granos de trigo sabíamos que se sembraban sus equivalentes en superficie, de la misma nomenclatura que aquellos recipientes de madera, cinchados con tiras de hierro, aunque si las tierras eran especiales, como las de la Godina o la parte baja del Prado, se tiraba algo mas de semilla. Así aforábamos, a conveniencia, cuando algún amigo nuestro contaba que su padre había sembrado una cuartilla de “carillas” y dos de melones, para el gasto de casa. Automáticamente, sin ofender a nuestros Maestros, sabíamos que tendríamos melones de sobra para mas de una descubierta. La cosa, no obstante, pudo liarse, con la cabida de los “cuarterones” de tabaco, que entraban “ de estrangis”desde Gibraltar. Menos mal que mi tío Quico Sánchez nos explicó que eso era una medida de peso, referida a la libra y que, siendo la cuarta parte de ella, suponía ciento quince gramos de material fumable.

Las “romanas” eran un portento. Parecía milagroso que un artilugio tan ligero pudiera aquilatar tanto, a base de la pesa que corría sobre la barra de acero, encajándose en sus muescas, y la contrapesa de gancho que se colgaba en el extremo. Se hacían por aquí y en la Escuela Elemental de Trabajo, había un maestro que las marcaba de corrido. Todavía circulan algunas que señalan libras, algo menos de medio kilo. Los productos mas ligeros se pesaban, a pulso, sobre la marcha y con presteza, en las balanzas de platillos, hasta que el fiel dejaba de bailar. Los que mercaban el arrope, con sus guardapolvos abotonados, lo despachaban a granel, neutralizando la carga del recipiente y poniendo, después, las correspondientes pesas según la demanda del comprador. Nos encantaba ver manipular aquellos sencillos artilugios con sus platillos de bronce. También se usaban unas romanas muy ligeras, con pesa corrediza, encajada en la barra, y un platillo en el extremo. Había especias que traían aquellos buhoneros que, incluso, llegaban a despacharse por “onzas”, que significaban casi veintinueve gramos. Se pesaban con precisión y el proceso era mas lento que cuando se trataba de garbanzos, carillas o frijones verdes.

Aquellas nomenclaturas, tan cabalísticas y misteriosas, contaminaron la pugna pedagógica con los fríos y medidos códigos que imponía la estandarización. Era inevitable ese pulso. Tanto que aun recuerdo una tarde, picando el calor de la primavera, a través de los cristales de la vetusta Escuela, cuando el Maestro dictaba el enunciado de un problema, a resolver con un regla de tres simple : ¡¡ Un labrador va a sembrar doce hectáreas de cebada …..¡¡. En estas, un condiscípulo, de casa de labranza, requirió, como si tal cosa, el montante en fanegas de aquella superficie. El Maestro desconcertado, por el escaso fruto de tanto esfuerzo, le soltó dos palmetazos que aun nos están doliendo.

Aun creo que aquellos nombres antiguos conservan su magia incitante : celemín, romana, libra o legua que era la distancia que, mas o menos, nos separaba de los baños furtivos en Proserpina. En la Plaza de la Constitución, antes del Turismo y luego del Parador, hay una porción de fuste de mármol, esquinando el parque, que marca incompleta la hendidura de una vara, aquella longitud, de ochenta y cuatro centímetros, con la que se median los paños, la cordelería y los edificios. Y reseñas, de Moreno de Vargas, sobre las marcas de esa medida en San Andrés. Nos queda de ellos el recuerdo de un tiempo, el nuestro, cuando fueron barridos por otros mas universales. Aunque no tanto cuando vemos que la arroba luce de nuevo, como gran señora de la tecnología informática. Vivir para ver.

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