Mayte Palma


 

“No me mientas, sé sincero”, le dijo mientras removía con un ímpetu inusitado la comida en la cazuela. Entraba tímidamente un rayo de luz por la estrecha ventana del lavadero que llegaba, como un cuchillo, a la mitad del suelo de la cocina. De espaldas a él, que sentado en el taburete tomaba un café solo, se tragaba las lágrimas como un veneno que le iba royendo desde la lengua hasta el mismo estómago. El silencio era cruel, despiadado; roto por el tintineo de la cucharilla en su vaso que retumbaba en sus oídos como la campanilla de un monaguillo en una misa. “No me mientas, sé sincero”, repitió en un tono ahogado por el dolor que colgaba en su boca, por la pesadumbre que no era capaz de sacudirse, por la rabia que empezaba a vomitar mientras miraba el interior de la cazuela, aquel guiso que se asemejaba a su propio infierno. Aquellas palabras eran un eco que se perdían entre las paredes de la cocina y donde el silencio de él iba cargándole, por momentos, de una ira que desconocía en su cuerpo, en su mente y en sus manos, que agarraban la cazuela y la cuchara de palo como si de un momento a otro se fueran a romper en mil pedazos saltado por los aires. Él, se acomodó en el taburete nervioso aunque intentaba disimularlo. “No sé a qué te refieres”, le dijo en un tono bajo, apocado, ronco. De nuevo el silencio…El rayo de luz había empezado a entrar por la puerta de la cocina hasta el pasillo como la sombra alargada de un ser fantasmagórico. Ella empezó a sentir calor. Le sudaba el cuello y bajo los pechos, gotas de sudor resbalaban por su piel, como las lágrimas que no podía verter. Apagó el fuego, tapó la cazuela, dejó la cuchara de palo en el fregadero y se dio la vuelta esperando a que él la mirara y en su mirada encontrara una respuesta. En el vaso, un poco de café ya frío mantenía con los ojos de él un duelo. Levantó la cabeza y la miró interrogándola sin decir nada. “No sé a qué te refieres”, volvió a contestarle en un susurro mientras levantaba los hombros en ese gesto infantil de “¡yo que sé!”.

Ella le miraba roja de ira con los puños y los labios apretados. ” ¿Tú qué sabes?”, logró contestarle. Y él levantó la cabeza y sus ojos se encontraron. Intentaba descubrir en aquellos ojos marrones al hombre que le prometió una felicidad que no llegaba. Intentaba, sin conseguirlo, sentir un amor que se ahogaba en una ponzoñosa mentira que el tiempo había ido agrandando como un pozo negro y profundo. Ella de pie, él sentado, y la estampa era, bajo el rayo de sol que iluminaba la cocina, un cuadro del Renacimiento donde la belleza había dado paso a un vacío aterrador. Mantenían la mirada intentando reconocerse. Él tensaba los músculos de su rostro, bajaba la mirada hasta sus pies, movía el vaso de café, se componía en el asiento, sudaba…

Ella se dio media vuelta, abrió la tapa de la cazuela, echó un poco de caldo y como a cámara lenta salió de la cocina. Regresó con las manos llenas de fotos y una carta que le puso delante. Se sentó en el taburete que había en frente. La pequeña mesa de la cocina parecía el collage de un catálogo de ropa interior, con el rostro sonriente de una mujer joven en poses de lo más variopinto. Las pupilas de aquellos ojos marrones tomaron dimensiones imposibles y sudaba, un sudor frío desde la frente hasta su cuello. Nervioso, sin levantar los ojos de aquellas fotos no articulaba palabra y se descomponía, aquel cuerpo arqueado, en una tensión que ya no conseguía controlar. Ella seguía esperando una respuesta. El rayo de sol había traspasado ya el pasillo y se había agrandado hasta llegar a la pared, iluminando una foto donde se les veía a los dos sonriendo en una hermosa puesta de sol a la orilla de una playa.

La carta estaba fechada a veintisiete de abril de dos mil quince, y cada foto tenía una fecha y una dedicatoria. Ella las fue levantando una a una, como si de una partida de póker se tratara…y mientras les iba dando la vuelta, ella clavaba sus azules ojos en él y con voz firme leyendo cada dedicatoria mientras todas las lágrimas que no había podido verter corrían por sus mejillas como un río desbordado. “¿No sé a qué te refieres?”, le dijo, ahogando en sus propias lágrimas su desilusión y su rabia. “Este es tu juego y resulta que has perdido”, le dijo, y salió de casa dejándolo allí con el collage, el vaso de café vacío y la comida hecha en el fogón.



About Mérida Digital

Toda la información relacionada con Mérida y su Comarca

View all posts by Mérida Digital

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.