Rafa Angulo

Periodista


De vez en cuando paso por el cementerio y me acerco al nicho donde están tumbados mis padres (tiene su guasa lo de ultratumba). Paro frente a la lápida, me persigno, rezo, a veces lloro, a veces, no. Abajo percibo algún ruido y noto en el ambiente ese sutil olor meloso de la vejez. El otro día habían llovido cuatro gotas y la luz del sol de octubre era tan clara que parecía irreal, precisamente allí. Los pájaros, en los cipreses que adornan el camposanto, cantaban sobre mojado. Mis papás están silenciosos en su nicho, más allá del temor, más allá de hipotecas, elecciones y cambios. Pero están vivos porque, segurísimo, la muerte no llega con la vejez o la enfermedad (los dos se nos fueron a lomos del cáncer) sino con el olvido; más que muertos ellos están en la inmortalidad. Además me cruzo, a diario, con algunos que dan la impresión de estar más difuntos que muchos cadáveres. En el camposanto me reconcilio con mis olvidos de hijo, me harto de decirles que les quiero, por las veces que no se lo dije aquí abajo y les reprocho que se me fueran al galope aunque aquí parece que regresan al paso (al paso lento y alegre de la paz, mi Valbuena). Casi sin ruido, como gato oculto en la niebla de la Mártir (acechando mirlos), me quedo quietecito frente a la lápida, más triste que alegre, entre el piadoso lamento y el piadoso agradecimiento. Mi papá, Artemio, era un adicto a la vida, y a Portugal, y allí en algunas lápidas ondea el “Morreu contra a sua vontade” porque, entonces, el morirse no tenía ninguna gracia y el por fin polvo no dejaba de ser un chiste malo.

Al hilo de este funeral, el colmo portugués es el epitafio suicida: “Morreu porque quiz”.

 Yo, sin embargo, poco a poco en el cementerio me voy alegrando del gozo de vivir, de querer y de haber sido querido y, así, hay días que salgo más alegre que un tordo, más eufórico que reunión de legionarios en el Nevado (Legión X).

 

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