Mayte Palma


Siempre era el tiempo, el que había pasado, el que marcaba el reloj, el que estaba por llegar, y así, la sombra de sus recuerdos se columpiaba desordenada en su mente, como si aquellos recuerdos fueran malabaristas desentrenados que a poco que se descuidara caían y desaparecían en el olvido. Enfrascado en sus tareas iba y venía por el taller ordenando, limpiando y abriendo todas las ventanas mientras el sol, tímidamente, le regalaba un amanecer rojo e intenso que le hacía detenerse para admirarlo. Sonreía, él era un hombre fácil de emocionar, sensible a lo bello, amante de cualquier insignificancia si ésta le hacía maravillarse sin hacerse muchas preguntas. El señor  Sebastián era dueño de una carpintería-ebanistería heredada de su bisabuelo, más de cien años avalaba el buen hacer de esta familia de artesanos que habían conseguido, a lo largo del tiempo, un renombre en su ciudad y en toda la comarca.

Sebastián amaba su trabajo y, cerca ya de su jubilación, sentía la inmensa pena por  no tener a quien dejarle su legado. Se casó muy joven pero no tuvo hijos y como nunca se decidieron por otra opción, el tiempo se fue comiendo las ganas y conformarse fue el simple remedio a tan triste situación. A pesar de eso, en el taller siempre tuvo disciplinados aprendices que consiguieron que Sebastián pudiera ir dejando su granito de arena con toda su experiencia y sintiéndose útil haciendo lo que más le gustaba. El día que Natalia llegó a sus vidas no se imaginaba el buen hombre cómo iba a cambiar sus vidas y cómo, sin esperarlo, toda aquella tristeza se convertiría en una esperanza risueña y salvadora, sin saberlo, de su legado.

Natalia era una chica de dieciséis años, huérfana y que venía de una casa de acogida con el programa “Aprendices en Acción”, una organización sin ánimo de lucro que  trabajaba para la integración y ayuda a la juventud más desfavorecida. Era una chica tímida e introvertida pero educada y muy agradecida. Natalia, desde muy niña dio muestras de una gran sensibilidad y unas destrezas innatas en la talla con cualquier material. Hacía figuras de animales  que luego regalaba a sus compañeros o al personal del centro donde vivía. Le gustaba leer e investigar sobre todo lo que tuviera que ver con la madera, pero también con la talla en general. Sus pequeñas manos eran capaces de hacer verdaderas obras de arte y Sebastián, al ver las figuras que le llevó, supo que aquella chica llegaría lejos. Para el viejo ebanista era un verdadero honor que fuera parte de su plantilla y poderle enseñar todo lo que él sabía.

Como el centro donde vivía Natalia estaba en otra población el programa la becó y consiguió vivir en casa del viejo carpintero al que le pagarían su manutención y gastos extras, pero al buen Sebastián eso era lo que menos le importaba. Un sol enorme había entrado en su casa llenándola de luz y calor y con eso ya se sentía pagado. Su mujer, Azucena, también estaba feliz, se diría que rejuveneció unos años y que sus ojos castaños de pronto tenían un brillo perdido tiempo atrás.

Con el paso de los años, Sebastián y Natalia forjaron una relación hermosa paterno-filial, él encontró aquella hija que nunca llegó, ella una familia que la quería, la protegía y cuidaba como nunca imaginó, y tal fue el trabajo que emprendió que, con sus habilidades y con todo lo aprendido, se hizo una experta en la talla de la madera cosechando grandes éxitos, llevando el buen nombre de aquel modesto taller hasta las capitales, no sólo de España sino por toda Europa y América.

Sentados en el porche de la casa viendo irse el día, Natalia apoyaba la cabeza en el hombro de aquel viejo carpintero que seguía oliendo a madera de pino y resina. Lo besó en su calva sonrosada y apretó aquellas manos curtidas y firmes con el amor infinito que da el amor de una hija a su padre.

Mayte Palma.



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