Mayte Palma


La noche se demoraba en aquel caluroso día de verano. El ambiente enrarecido por la calima pintaba un horizonte anaranjado y, por momentos, costaba respirar. Alrededor del cortijo los empleados iban y venían en sus quehaceres con parsimonia, con sus rostros congestionados por el calor y el sudor cayendo desde sus frentes hasta el suelo seco que con tanta dureza trabajaban. Los árboles amarilleaban y en ocasiones, sus hojas, brillaban como puro oro que, estáticas, parecían un dibujo del mismísimo Van Gogh. El ajetreo se sucedía en un silencio triste que sólo era roto por el ladrido del perro o el relincho de algún caballo a lo lejos. Hasta los pájaros tardaban en llegar en busca de refugio entre las ramas de los árboles que daban sombra en la parte trasera de la casa. El pozo, a pesar del verano seco, aún tenía agua fresca para saciar la sed de los trabajadores y animales del cortijo. Anselmo, el empleado de atender a los animales, cargaba los bidones en una carretilla destartalada y llenaba, con cuidado, los abrevaderos.

Se oscurecía el horizonte sin perder la majestuosidad del ocaso entre los redondeados montes y las arboledas. Algunas estrellas iban apareciendo entre la neblina naranja que, poco a poco, se iba diluyendo, mientras una brisa tímida llegaba, como un milagro, para calmar el calor sofocante que, durante algunos días, habían sufrido en la zona. En aquella hora, ya sintiendo a la naturaleza de su parte, Loren, salió de la casa.

Loren había nacido muy lejos de allí. Siempre fue un enamorado de la soledad y se enmarcaba en su rostro, una dulce tristeza en su mirada aunque no era un hombre triste. Ingeniero de profesión había tenido una larga carrera profesional y algunos premios en su haber que él no consideraba que le hicieran especial, aunque siempre agradeció. Decidir dejarlo todo no fue una decisión difícil aunque sí bien meditada. Nadie entendió, que en lo más alto de su carrera, pusiera su punto y final para empezar de cero en un lugar casi apartado del mundo y que nada tenía que ver con él, pero… ¿realmente  estaba en un lugar que nada tenía que ver con él?…

El cortijo era una construcción tosca de una sola planta que él había remodelado añadiendo, únicamente, una segunda planta con una sola estancia, mirando al sur, donde pasaba las horas viendo pasar las estaciones. La casa, antigua y típica, no había perdido su esencia. Era un edificio sencillo con una gran puerta de entrada y grandes ventanales en todo su perímetro que iluminaban cada espacio, cada habitación, haciendo que el día, allí dentro, durara hasta que el sol moría tras los montes. La puerta trasera, que estaba en la gran cocina, daba al patio, donde cuatro árboles grandes y frondosos hacían de aquel rincón la parte más fresca durante el día y la noche. 

Loren dispuso la mesa para que los trabajadores tomaran algo de cena una vez terminada la faena. Hombres y mujeres, cansados pero risueños, se sentaban alrededor de aquella mesa mientras compartían sus tribulaciones mundanas. El bullicio empezaba tímido y poco a poco, el vino iba relajando los rostros, soltando las risas, compartiendo una noche más un momento especial. Loren era uno más entre aquellas personas sencillas. Anselmo, su mano derecha, le daba cuentas de todo y después se dejaba de hablar de trabajo y entonces, si alguna mujer perdía la vergüenza, cantaba alguna copla antigua tocando con algún utensilio de cocina. El tiempo, en esa mágica estampa, se detenía o eso le parecía a él, y entonces, su pensamiento volvía a la foto amarillenta que un día encontró, en la cajita blanca de su madre, donde aparecía siendo una niña, con sus padres y su abuela, sentados delante de aquella casa, con aquel perro negro y que él nunca había conocido, y allí, con aquellas gentes de campo descubrió, por fin, que su búsqueda había terminado y que ese era el lugar del mundo donde quería estar,  que ese era el lugar, que sin saberlo, él siempre había soñado…

Mayte Palma.

 

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