Antonio Vélez Sánchez

Ex – Alcalde de Mérida


Miras atrás y reafirmas muchas apreciaciones sobre secuencias lejanas de  nuestras vidas. La primera, la autoridad de los mayores, el inflexible espíritu de disciplina familiar y el respeto paterno, ese vértice de todo. No quiero decir que los pantalones tuviera que llevarlos, necesariamente, el padre. Mas bien todo lo contrario, porque aunque el cabeza de familia era la referencia ante la que el personal menudo temblaba, con aquella repetida frase – ¡¡ cuando venga tu padre, te vas a enterar ¡¡ – con la que nuestras madres garantizaban la paz interna, no era la cosa para tanto porque, casi siempre, el numero uno, el que traía los recursos, llegaba molido de sus tareas y a lo mas que aspiraba era a encontrar descanso en aquel espacio interior. Claro que para las madres no era floja tarea lidiar con los escasos medios, la comida y la furrieleria general, para encima domar la numerosa prole de cada universo domestico. Ese era el juego, dicho con respeto a todo aquel cúmulo de esfuerzos agotadores, que no era manca la tarea. Así es que en casa, nuestra capacidad de movimiento estaba mas que controlada, limitada  hasta extremos agobiantes.

        La calle era otra historia, significaba un mundo abierto a nuestras irrefrenables ganas de volar. En ella había otras jerarquías, pero casi ningún agobio como los que nos marcaban de puertas adentro. El código de  relaciones venia comandado, generalmente, por la edad, la fuerza o la experiencia. Influidos por las películas del “oeste”, los cuentos de “hazañas bélicas” y los héroes de los “tebeos”, reconocíamos un “capitán”, entre los mayores, y este designaba lugartenientes y ayudantes, según el grado de habilidades, la masa corporal, la rapidez en las carreras o las variadas mañas que nos adornaban. 

      El sentido de pertenencia estaba muy arraigado, tanto que ahora, con los juegos globalizados, costaría que lo entendieran las generaciones incipientes. Además, resultaba curioso que esa adscripción territorial se ceñía, casi siempre, al territorio de una calle, o varias agrupadas, de tan segmentado como estaba el territorio de las tribus urbanas en aquellos años lejanos. En ese marco espacial, tan manejable, tan trillado por conocido, se estiraban nuestros músculos, rompíamos pantalones y zapatos o madurábamos a la vida, casi sin darnos cuenta.

     En nuestras casas, tras las comidas, el sueño, el aseo y los deberes escolares, “parábamos” mas bien poco. Lo nuestro era la calle, con sus múltiples juegos y los  enfrentamientos con otras calles, generalmente colindantes. Conocíamos de nuestros antagonistas sus puntos flacos, por donde atacar, y conveníamos con ellos los campos de batalla para las refriegas. Para ello se establecían emisarios, para los contactos entre las partes, buscando cada una las mayores ventajas, pues bien saben mis coetáneos que éramos ciegos en la defensa de la propia calle, contra cualquier agresión exterior que viniera a clavar sus pendones, sobre cañas o palos, en el corazón de nuestro territorio. Era lo que veíamos en los lances de las películas de torneos medievales, así es que el gesto solemne de tocar las paredes de las casas adversarias, poniendo marcas visibles en ellas, romper los “guas” de la palestra de los bolindres o rajar una pelota de goma, eran triunfos épicos de los que se hablaba durante un tiempo. 

      Los lances mas prehistóricos eran las pedreas. Señalaban, en la mas violenta medida, unos hábitos de auténticos cafres. Solían desarrollarse con el espacio intermedio de una tierra de nadie. Las mas espectaculares, por nuestros dominios de General Aranda ( la calle de los árboles, hoy Larra ), Pontezuelas, Moscardó ( traseras del Museo ) y aledañas, bloque de acción conjunta indisoluble, eran las que manteníamos con “La Argentina”, esa barriada con notorio “espíritu de cuerpo”. Quizás ese corporativismo les venia dado, porque allí habitaban los funcionarios municipales, maestros de escuela y cuerpos varios de seguridad o policiales. Y eso  marcaba carácter a nuestros adversarios naturales y los agrupaba en una temible piña, tanto en la agresividad como en la “dialéctica”. Eran frecuentes las alianzas puntuales y, en este caso, lo hacíamos, casi siempre, con la “calle Nueva” (Suárez Somonte). El frente estaba señalado por la “Casa del Anfiteatro” –  que por entonces era un solar arqueológico excavado al que conocíamos como “la zanja” –   y la “senara” de cebada colindante.  La munición, lógicamente, eran piedras de toda índole y calibre, lanzadas a mano limpia y con “tiradores”, de horquilla de palo y gomas de cámaras de bicicleta, que fabricábamos con destreza. Las “hondas”, manejadas por personal mas “salvaje”, lanzaban material grueso y temible. Las heridas mas grave eran las “piteras” que te señalaban la cabeza y sacaban de quicio a nuestras madres.

     Todos aquellos comportamientos agresivos, violentos, según analizábamos años mas tarde, solo podían proceder del neolítico, de la inercia de una guerra pasada, de la falta de televisión o vayan ustedes a saber de que perversiones mentales. El caso es que en la calle quemábamos nuestras energías hasta que caíamos en la cama, molidos. Luego las cosas fueron suavizándose y las estrategias de enfrentamiento cambiaron. El fútbol adquirió mas protagonismo y las diferencias se solventaron en apresuradas canchas, rayadas sobre las numerosas eras que rodeaban la Ciudad, o en el “tenis” que era como conocíamos al hipódromo romano. En las Escuelas publicas, y luego en el Instituto, fuimos ganando amistades “exteriores” y nos civilizamos. Aun así recuerdo la irreflexiva pasión que sentíamos por nuestra inmediatez, por nuestra calle, sin saber muy bien la causa. Tal vez la escala de nuestra dimensión reducida, y cierta sensación  de indefensión, así lo propiciaban. O también pudo ser que, en el fondo, nunca pretendimos hacernos adultos. A pesar de que la vida, inevitablemente, nos empujaba a ello.   

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