Antonio Vélez Sánchez
Ex-Alcalde de Mérida
Aquellas pequeñas tiendas , de bóvedas rematadas en cúpulas estucadas , eran una acogedora extensión del ámbito casero , por los continuos viajes que , a la carrerilla , dábamos hasta ellas como recaderos de nuestras madres. Estábamos bien puestos en el comercio menudo y en la contabilidad de las vueltas por si podíamos apañar algo para nuestros gastos.
Eran los “ultramarinos” auténticos santuarios fenicios , por abigarrados y bien pertrechados de estanterías en las que compartían vecindad el bacalao de Terranova con el azúcar en terrones y las alpargatas de suela de esparto. El mostrador lo dominaba una balanza , con aguja grande tras cristal , que se movía oscilante y nerviosa entre la escala de números. Aquel artilugio no paraba en todo el día y sobre el recaían los ojos de dentro y fuera del mostrador , hasta ajustar el peso de una compra que terminaba envuelta en papel de estraza. Al lado , atornillada , vivía la guillotina del bacalao bajo cuya cuchilla sentíamos la tentación de meter un dedo , encogiéndonos de terror al solo pensarlo. Crujía la condenada cada vez que desgarraba el espinazo seco del pescado y a veces , si el dependiente era amigo , nos dejaba que hiciéramos tan excitante operación.
Nuestro sueño dorado era coger una medida de hojalata , bien pulida por el uso , y hundirla en las alubias del Barco , que asomaban tentadoras en un saco de boca arremangada , para descargarlas , con cuidado de ajustador , en el paquete de papel satinado . Luego pesarlas y compactarlas , a fuerza de apisonar el paquete contra el mostrador , para concluir cerrándolo con un perfecto solape que era ya cosa de artistas y que cuando lo hacia aquel experto dependiente lo seguíamos con la boca abierta .
Un esplendoroso molinillo de café , grande y de color rojo , con doble rueda para ganar inercia al triturar , gallardeaba en un lateral , justo donde el mostrador se partía dejando un hueco para entrar y salir , cada vez que se levantaba el tramo levadizo. Detrás , en los estantes , unos enormes botes de cristal , con tapaderas enroscables , llenos de caramelos , eran la tentación multicolor para nuestros ojos. De vez en cuando se abrían para recompensar , dulcemente , la fidelidad de la clientela.
Nunca faltaban aquellas barricas redondas de madera llenas de arenques , entre dorados y parduzcos , con los ojos momificados y bien apretados , unos contra otros , desprendiendo un olor , mezcla de mar lejana y aceite de pescado rancio. El granel de la cosecha marina se extendía a las latas enormes de escabechados de bonito , caballa , sardinas y jureles , o chicharros si venían de Canarias. Nadaban , ya difuntos , en un caldo de vinagre y especias con un olor que lo inundaba todo.
El sinfín de comercios , repartidos por todos los espacios habitados , componían la logística de la subsistencia . En ellos mucha gente se comía su propio futuro , en libretas de anotaciones interminables , tachadas cuando el pueblo cobraba su salario , pero dejando el rastro vergonzante de unos tiempos difíciles. Los mas populares y batalleros – ¡ apúntemelo usted en la libreta , señora Juana ¡ – estaban en los barrios obreros , donde se “navegaba” a duras penas con sueldos escasos , arrancados del pellejo de la inmigración rural llegada a la ciudad-pueblo en busca de mejor fortuna.
Había , en los espacios intermedios , otros establecimientos mas lustrosos , como correspondía a unos ingresos estables que posibilitaban pagar al día , con una mayor cota en el trato comercial , aunque otras economías de mas corto calado arrastraran , tambien en esas zonas , el crónico modelo del fiado y sus apuntes casi testamentarios .
Luego estaban los grandes privilegiados que se arropaban alrededor de una palabra mágica para aquellos tiempos de hambres pertinaces : Los economatos . Eran los ferroviarios , el matadero y otras grandes industrias que la ciudad abanderaba en tiempos de penuria general . En esas catedrales del sistema cooperativo se nadaba en la abundancia y todo estaba organizado para agilizar las ventas. Los dependientes , además de uniformarse con “guardapolvos” , manejaban unos cajetas metálicas a modo de libretas con manivela , que producían un chasquido cuando escupían las facturas , una para el socio , que firmaba sin pagar – ¡¡ menuda importancia ¡¡ – , y la otra para descontar de la nomina del mes .
En las demarcaciones mas opulentas se fijaban los ultramarinos de lujo . Eran otra dimensión , en la que la riqueza se asomaba al pueblo desde las serpientes de mazapán de las “nochebuenas” y las innumerables botellas y latas de los pulcros anaqueles. El orden perfecto , la limpieza permanente , con aprendiz al efecto , y el reparto a domicilio eran los distintivos que enmarcaban las mas elementales reglas del hecho diferencial.
Pero los mas familiares , humanos y cálidos , nunca dejaron de ser aquellos que convivieron junto a las necesidades del pueblo , revolviendo la sal gorda a granel con los garbanzos , las hojas de tocino , las escobas y las “jícaras” de un chocolate terroso. Y en los que las lentejas representaban un proyecto didáctico , entre la minería y los insectos , en noches de expurgue , mesa camilla , abuelas y relatos de misterios. En los que las colonias y las brillantinas se echaban de frasco a frasco , con mucho cuidado y embudos tan chicos que jamás he vuelto a ver. O en los que , alguna vez , el “·flix” para las moscas goteó en el sobre de azafrán y jamás ocurrió nada . Porque la pobreza suele resistir los peores envites en su obsesión por perpetuarse.
Otros tiempos , otras economías , acabaron con aquel sistema comercial , sustituyéndolo por otro mas rutilante y aparente. Persisten , a pesar de ello , algunos fósiles en barrios , pueblos chicos y en nuestra insistente memoria , con el sabor añejo y bello de lo pequeño y enmarañado , esperando reconquistar los corazones de sus clientes perdidos. Agazapados tras el revoltillo de sus ofertas “coloniales” , bajo el balanceo pegajoso de unas tiras cuajadas de moscas muertas y a la luz gastada de una lampara de flecos.
Antonio Vélez Sánchez