Asociación Amigos de Mérida


Está ahí desde siempre. Desde el primer momento y aún permanece. Ha contemplado el ir y venir de mendigos y reyes; de niños pendientes de la mirada de su madre, de jóvenes deseosos de libertad y diversión y de ancianos sentados disfrutando de ver pasar los días que le quedan por vivir.

Por ella fluye la sangre de esta bimilenaria ciudad. Sangre constituida de personas, que portan sus historias, preocupaciones, deseos y esperanzas, que van y vuelven del corazón a los extremos una y otra vez, en un ciclo infinito de latidos silenciosos que mantienen vivo este emérito paisaje urbano al margen del Guadiana.

Como Puerta de la Villa en más de dos mil años de existencia ha cambiado su función y su fisionomía, pero no su esencia. Sus arcos y torres primigenios se abrían al comercio y al trasiego de ciudadanos libres o esclavos, civiles o militares. Tanto como debieron cerrarse a quienes llegaban para cambiar el status quo establecido (romano, alano, visigodo, árabe…).

Hoy la Puerta de la Villa no puede cerrarse, fruto de un nuevo mundo global en el que los muros no tienen sentido y las fronteras se pretenden imponer estableciendo nuevas clases de personas.

Dos mujeres estáticas, discretas, generosas y eternas contemplan orgullosas el fruto de su influjo en la ciudad. Observan como los jóvenes bulliciosos que salían del salón de juegos con un perrito caliente en la mano, son ahora padres de los adolescentes con móviles en la mano que esperan a los amigos sentados en la barandilla, a la sombra de una desconocida, aunque siempre presente, figura de bronce. Mujer que mostró al mundo una Mérida renacida, orgullosa de su remoto pasado, que ahora atrae a miles de visitantes, que pasan bajo su mirada discreta entrando y saliendo de la ciudad, como siempre ha ocurrido desde antaño. De vez en vez, cruza la mirada con la niña de mármol blanco vecina y comentan, en silencio, los hechos más destacados de día:

– ¿Te has dado cuenta, Eulalia, cómo ha mirado María a Juan?, yo creo que ahí hay algo.
– Seguro que hay algo, amiga mía, fíjate cómo siempre intenta separarlo del grupo para estar a solas con él. Por cierto, qué será de aquella pareja que tanta gracia nos hacía, el pelirrojo que tartamudeaba cuando estaba con ella.
– Cierto – ríe al responder – hace tiempo que no los vemos. Creo que siguen juntos. Aunque ya debe hacer más de diez años de aquello.

– ¿Tanto? – se extraña la niña – cómo pasa el tiempo… ¿Sabes? Estoy algo preocupada. Noto miradas tristes últimamente, sobre todo después de que nos dejasen casi solas durante tanto tiempo esta primavera. Además, no se ha celebrado esa fiesta tan bonita en la que se visten todos de romanos, ni han colgado luces y farolillos de fiesta como otros años a principios de septiembre.

– Sí, algo preocupante pasa. Creo que le llaman “el bicho” o algo así… Me apena verles sufrir. Espero que recuperen pronto la normalidad, por que me gusta ver sus sonrisas cuando pasan camino de la plaza; los ojos brillantes de los que salen de la librería con un nuevo sueño entre las manos; las miradas curiosas de los turistas que bajan del Teatro Romano.

-Y las fiestas. Me encantan todas las fiestas, las procesiones, las representaciones en el Teatro, el carnaval, las ferias del libro o de artesanía, todas ellas. Disfruto viendo a la gente unidas y alegres, despreocupadas de lo que esté por llegar, viviendo el momento presente…

Y así continúan hablando mientras el cercano reloj sigue marcando el ritmo de los tiempos, preocupados, alegres, prósperos o tristes, de una ciudad que ya no termina en la Puerta de la Villa, del lugar que es la entrada al corazón de Mérida.

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